El arbolito
Volver a recorrer el camino vecinal de la colonia donde pasé mi infancia y juventud me produjo sensaciones y sentimientos encontrados, no tenía expectativas ya que en mi mente aparecían, a medida que me acercaba, todo tipo de imágenes de múltiples vivencias que me recordaban los felices años transcurridos en ese pequeño espacio de nuestra provincia donde jugué, estudié, trabajé y soñé imaginando otros mundos, y donde alguna vez un par de ojos soñadores, una sonrisa fresca de adolescente o una furtiva lágrima aceleraron los latidos del joven corazón, aún lejos de los avatares del destino y de los placeres y sinsabores que nos brinda el difícil arte de vivir en plenitud, elaborando paso a paso nuestro derrotero por la vida.
A medida que me acercaba al final de la “línea” en que estaba la casa paterna, comencé a sentirme perturbado al comprobar que todo el paisaje circundante estaba totalmente cambiado, no existían más los vecinos, los campos sembrados, el ganado pastando, sólo algunos arroyitos que cruzan el camino tantas veces recorrido, arreglados con puentecitos de cemento, y hasta donde alcanza la vista está totalmente forestado.
Mientras avanzaba lentamente recordando al pasar frente a lo que fuera la casa de cada colono, luego bastante más de medio siglo, pensaba dónde habrá llevado el destino a todos sus hijos de mi generación, la segunda luego de que los inmigrantes que se radicaron en estas tierras que les fueron adjudicadas por la empresa colonizadora, los que en su momento, estoy seguro, tuvieron sueños magníficos de un próspero futuro, y muchos hijos para los cuales imaginaron esperanzados un porvenir venturoso, por lo que no escatimaron esfuerzos para progresar labrando la tierra con tesón y en libertad.
De pronto, al llegar a la última cuchilla por el recto camino que surca innumerables ondulaciones propias del suelo de nuestra provincia, me enfrento con un arbolito de espinillo de mediana altura, cubierto de florcitas amarillas que esparcen una intensa y particular fragancia, al costado del alambrado, solitario, de follaje ralo y ramaje corto y retorcido como brazos lisiados clamando al cielo. Me detengo a su lado y lo reconozco, es “el arbolito”, aspiro profundamente y mentalmente, casi sin proponérmelo, retrocedo en el tiempo, vuelvo a ser el chiquillo que con el blanco guardapolvo y la “cartera” con la correa colocada en bandolera, montando la petiza malacara pasaba todos los días hacia la escuela “del Rabón”, y al regresar, cortaba del arbolito un gajito florido para obsequiar a mamá, pinchándome casi siempre algunos dedos. Lo observo emocionado, está casi igual, y se me ocurre que es un mudo testigo del paso del tiempo, ¡de tánto tiempo!
Por ese camino, frente a él, transitaron más de dos generaciones de laboriosos colonos, niños que concurrían a la escuela y jóvenes a las fiestas del pueblo.
Cerca, a unos metros hacia adentro del campo, diviso un montículo de tierra con yuyos más altos y restos de cascotes. Tal vez residuos de algún rancho donde habría varios gurises que con su algarabía amenizaban sus días y que provistos de una honda probaban su puntería.
Algunas veces, con los chicos vecinos a mi casa paterna salíamos a caminar y a jugar por la calle vecinal, y el permiso era: “hasta el arbolito”, y allí nos tendíamos debajo del mismo a buscar formas fantásticas en las nubes creando mil fantasías, mientras observábamos un casal de tijeretas que tenían su nido y que celosos de nuestra presencia revoloteaban abriendo y cerrando su larga cola de dos plumas en forma de tijera. También había un nido de horneros con su entrada orientada hacia el oeste, los que más mansos, hacían caso omiso de nuestra presencia, entrando y saliendo con alimento para sus pichones.
Cuando llegaban parientes de la gran ciudad a la casa de algún vecino, solían visitarnos a pié, en distancias de no más de mil metros, en apacibles tardes veraniegas, que eran motivo de amenas charlas y reencuentros, se disfrutaban momentos gratos obsequiándolos con dulces caseros con agua fresca obtenida del molino. Si no había viento, nos mandaban a armar la bomba y dejar que fluyera bastante agua hasta que estuviera fría, utilizando la jarra de vidrio y los vasos con flores estampadas, guardadas en el aparador de la “sala”, regalo de casamiento, reservadas para ocasiones especiales... Un dulce casero muy apetecido e infrecuente era el de pétalos de rosas, que hacía mi madre con flores de una planta que crecía en forma de mata; también de duraznos y demás frutas de estación, y cuando a la hora del crepúsculo emprendían el regreso, por cortesía se los acompañaba hasta “el arbolito”, donde se despedían invitando a retribuir la visita.
Cuando la hermana de una vecina venía a pasar las vacaciones en la colonia, solía verse atado al alambrado del camino vecinal el caballo de un colono soltero, con flamante apero, que venía a visitarla, saliendo ambos a caminar por el sendero vecinal hasta el arbolito, y los que pasaban comentaban: “El colono S. está “afilando” con la forastera....
Desde la altura, al lado del arbolito observo hacia uno y otro lado el camino que se pierde en las ondulaciones y como en una bruma me imagino y evoco el trajinar de otros tiempos, en la casa de cada colono con sus carros, sulkys, arreando el ganado con los perros o el rugir del motor de alguna cosechadora cortando el trigo o el lino que hizo tan próspera nuestra provincia, y el brillo de los techos de los galpones repletos de bolsas con cereal que serían acarreadas al pueblo para ser embarcadas, previo control del recibidor de cereales de la cooperativa, en los trenes que se sucedían sin cesar.
El silencio del campo es abrumador... aturde los sentidos... y las evocaciones se suceden... Hubo veces que bajo la escasa sombra del arbolito se encontraban dos colonos vecinos a charlar, uno dentro de su campo, apoyado en un poste con un pié sobre el alambrado y el otro, en la calle a caballo, sin desmontar, sobre el cojinillo del recado con una pierna cruzada hacia el lado de la otra, mientras armaba un cigarro con tabaco “Mariposa” y papel “Jaramago”, pasándole la lengua para terminarlo, encendiéndolo con el “yesquero”, en tanto el caballo dormitaba, aflojando una pata poniendo el vaso vertical,en posición de descanso.
Este arbolito también alguna vez fué mudo testigo de algún furtivo romance en complicidad con alguna lechuza parada en un poste del alambrado, mientras que con el pretexto de atajar los terneros en campos lindantes, “casualmente” coincidían los horarios en que concurrían la hija del puestero de un colono y el hijo de la ordeñadora de otro, viuda con varios críos bajo su tutela...
En la campaña es muy común distinguir a la distancia a la persona que viaja en sulky, reconociéndola por su forma de sentarse, el modelo del sulky, el pelaje de su caballo y su andar, unos al trotar bracean, otros galopan y algunos son muy trotadores, y los que se asomaban en el horizonte en la altura del arbolito a caballo era aún más fácil identificarlo por su forma de sentarse o de mover las piernas mientras galopa.
Hubo un tiempo en que por el tronco del arbolito trepó un mburucuyá, cuyas hermosas flores, la pasionaria, se mezclaba con las flores amarillas como en una competencia de belleza, una por su aspecto y la otra por su perfume.
Debo emprender el regreso, contemplo el arbolito con su tronco torcido, áspero y gastado a un costado por los animales que acuden a rascarse en él dejando restos de pelos de distintos colores, faltando pasto a su alrrededor, que es donde en los veranos la hacienda busca algo de sombra bajo su ralo follaje, y recuerdo la canción que mi papá canturreaba y que algún poeta escribió, comparando a un arbolito con un jefe de familia con varios hijos en el transcurrir del tiempo: “A la vera de un camino, hay un árbol encorvado, todos los pájaros que en su ramaje anidaron, han emprendido su vuelo, y muy solo se ha quedado, añorando su pasado...”
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