La libertad y la dignidad a costa de vender la piel
En estos tiempos de sometimientos permanentes, desigualdades perpetuas, libertades restringidas y necesidades insatisfechas, la posibilidad de escapar de todas, o por lo menos, de algunos de esos padecimientos se torna primordial y en ello -numerosos casos conocidos hay- se va la vida.
Ese salvoconducto tan procurado supone concesiones que los desesperados no trepidan en conferir. Y en ese intercambio de voluntades e intereses, el límite de la aquiescencia se va corriendo, muchas veces dolorosamente.
Aparece, entonces, la conocida y varias veces recreada historia del Fausto y Mefistófeles. La desesperada búsqueda de una solución y la bastarda e inmoral pretensión del poderoso por adueñarse de lo más conducente y valioso de la persona.
La cineasta tunecina Kaouther Ben Hania, insólitamente, se basó en un caso real que proponer una recreación actual del Fausto. En 2006, el artista belga Wim Delvoye hizo un tatuaje sobre la espalda del suizo Tim Steiner. Una vez concluido el tatuaje, Steiner posó en museos y galerías como si se tratara de un cuadro. Tras su muerte, esa parte de su piel, pasará a ser propiedad de un coleccionista privado que pagó 150.000 euros por ella.
El artista belga se basó en un relato de 1952 del escritor Roald Dahl “Piel”, en la que un hombre contiene una obra maestra tatuada en su espalda, ambicionada por los coleccionistas. Delvoye lo concretó con la intención -según sus palabras- de cuestionar como el dinero pervierte la idea de arte y tergiversa el valor intrínseco que cada obra tiene.
Por otra parte, una película francesa de 1968, “El tatuado”, dirigida por Denis de la Patellièrie, e interpretada por el histriónico Louis de Funes se había acercado a esta temática, en clave de comedia.
“El hombre que vendió su piel” (2022), la película de Ben Hania focaliza la mirada en un emigrante sirio, Sam Ali (Yahya Mahayui), que, huyendo de la guerra y de algunas cuestiones judiciales, se refugia en El Líbano.
Allí, cuando intentaba robar comida en una muestra de Jeffey Godefroi (Koen De Bouw), un artista muy controvertido, famoso mundialmente por convertir objetos sin valor en objetos costosos, es contactado por éste para oficiar de modelo vivo permanente. Le ofrece tatuar su espalda y que luego se exponga en los museos más importantes, con una disposición absoluta y permanente y recibir a cambio, un tercio de las ventas.
Sam Ali pretendía, además de escapar del conflicto bélico de su país, y conseguir un trabajo, llegar a Bélgica, ya que su amada (Dea Liane) había sido obligada a un casamiento de compromiso, y vivía en Bruselas. Sam no contaba con visa y con el acuerdo que concretó con el artista, iba a acceder, no solo a un importante monto, sino además al visado Schengen en su espalda, que le iba a permitir ingresar en la Unión Europea. En una combinación paradójica se convierte en mercancía para poder recuperar su libertad y humanidad.
El entrecruzamiento entre la supervivencia y la expectativa por una realidad sin necesidades acuciantes, sumido en lujos -para él- exóticos, generan en el personaje un entendible encantamiento. Le adiciona la búsqueda de su novia, que sometida a mandatos e intereses familiares terminó en Bruselas.
La película cuenta con sub-tramas que confirman su carácter humanista. Así la interrelación que mantiene Sam Ali con Soraya (una espléndida Mónica Bellucci), la asistente del artista y la propia vinculación del sirio con su novia mediante contactos virtuales esporádicos proveen condimentos que ayudan a una visión más integral de la historia.
La directora ha expresado que su intención de vincular el mundo del arte, con este refugiado propondría un atisbo diverso de esa realidad. Así “creía que la idea de introducir en este mundo a alguien que no lo conociera, como mi personaje, que tiene una mirada de perdedor ingenuo, nos daría una visión completamente distinta de este mundo. Un punto de vista inculto sobre un mundo del arte contemporáneo que puede parecer elitista, incluso sagrado. Pues el arte es, en parte, heredero de la religión. Como dice Jeffrey –el artista- en un momento: Las personas buscan sentido y yo se lo vendo”.
“El hombre que vendió su piel” fue la primera película tunecina en ser candidata a los premios Óscar como mejor film en idioma extranjero, además de obtener numerosos galardones en importantes festivales internacionales como en Venecia, Praga y Estocolmo, entre otros.
Con algunos contactos ideológicos y argumentales con “The square” (2017), extraordinaria película de Ruben Ostlund, el argumento firmado por la propia directora, que incluye una vuelta de tuerca final, consagra esta película muy original. Efectúa, en un interesante abordaje sobre la posmodernidad, la vanidad subyacente en algunos artistas, la superficialidad malsana y obscena con que se banaliza y comercializa el arte pero además, una profunda reflexión sobre las sociedad opulentas que esclavizan y someten utilizando inmisericordemente las desigualdades sociales, políticas, económicas y culturales en desmedro de los sumergidos y angustiados.