Por alguna razón, profunda, íntima, definitiva, Walter necesitaba talar ese árbol. Encima Lilian fue tajante al respecto, sería difícil sembrar nada si ese viejo tronco quedaba en pie. Ese leño torcido y pálido, añejo y cansado que agonizaba en el austero patio donde vivían las monjas. Como un boxeador decrépito que se niega a caer, con el último vestigio de un viejo orgullo, miraba a todos, desafiante. Tal vez sacarlo de allí para aflorar rojos y robustos tomates que transpiren el sol del hospital, que haga brotar un hermoso lapacho o una suculenta, significara, para él, vencer la injuria de la muerte y el abismo de la enajenación. Era además una imperiosa necesidad de todo ese grupo de personas del taller de huerta que había conocido, después de pasar por el infierno, esa congregación de almas tristes que como él escudriñaban un sendero para recuperar esa cosa extraña, pero en esos momentos apetecible que llamaban �Scordura⬝, y que para él importaba sobreponerse y recobrar las felices caricias de la vieja, la tranquilidad del barrio, el cariño de alguna jovencita, que pudiera querer y que lo quiera, aunque fuera tímido y no se animara. Por eso estaba allí, en ese espacio que llamaban �Staller de plantas⬝, con Lilian, tan amorosa, con Lilian, la profe del I.N.T.A que venía, generosa ella a ayudarlos, a arremangarse con ellos de igual a igual, como una escalera para para subir hacia eso que no se sabía bien qué era, a eso que era sanarse, decían. Se había preguntado, incluso, alguna vez, en ese limbo del desconcierto y la turbación, con el último resto de sensatez, para qué iban a buscarlo a la sala, a encandilarse con ese sol que lo atropellaba de repente en el patio del Hospital, ese que era de las monjas, a plantar unas semillitas en las macetas, porque no había espacio, porque precisamente ese tronco terco, insolente y provocador porfiaba su estertor, justo ahí, en el medio del patio, donde había algo de tierra fértil. En ese trance Lilian les hizo saber, entre gaseosas, mates y risas, que necesitaban quitar el estorbo. Para eso era necesario conseguir un hacha. �0l ya estaba de alta, ya estaba en su casa, fuera de esa sala en la que médicos y enfermeras desconocían, enfrascados en carpetas, pastillas e inyecciones, para qué bajaban, todas las mañanas. Cuando Lilian preguntó flameó enseguida en su recuerdo aquella con la que despejaba caminos y tajeaba los tallos y ramas, cuando sus jóvenes piernas caminaban el monte para echar algo en el guiso, flaco y caldudo. Entonces la trajo, porque era bueno, porque la solidaridad había crecido en él como un fuerte arbusto, porque esperaba esos luminosos días en los que se encontraba con esos compañeros que le brindaban sus brazos para rescatarlo de las sombras, de una soledad insondable, de una tristeza inaudita. La enfundó para subirla al colectivo y sereno, como es él, se sentó en el asiento parsimonioso y vueltero del cotidiano viaje al hospital. De ninguna manera notó que algunos pasajeros lo observaran con ojos inquietos y recelosos. Bajó en la esquina como esos últimos meses y la desenfundó ya, para subir las escaleras, ahora sí, apurando el paso, hacia esa sala tan inescrupulosamente temida por las fantasías y pavores de la gente bien del pueblo. porque habíamos quedado de encontrarnos en la sala, para bajar con el hacha, para darle un corte definitivo a ese tronco caído, molesto, tozudo. Un montón de gente se agolpaba esperando que el viejo psiquiatra se tomara el tiempo de hacerles una receta que llevara un remanso transitorio, fabuloso, anestésico, a esa selva de angustias y tormentos que los acosaban. Alguna mirada también rozó, allí, su silueta, cansina y a la vez, involuntariamente escalofriante. Tocó el timbre y miró, con sus ojos de jardines calmos y brillantes, por la mirilla rectangular y diminuta. Esos mismos ojos que se encontraron, al unísono, con los que del otro lado, miraban espantados, los de la jefa de enfermería. Vio cómo, de pronto, el rostro se desfiguró, como si hubiera recibido un disparo frío en sus pies, y de un salto salió corriendo. Yo estaba, tranquilo esa mañana escribiendo alguna infructuosa nota en la historia clínica, cuando la Jefa entra despavorida: gritando �SSergio, el Walter anda con un hacha⬝. Lejos de tranquilizarla, comprendiendo de inmediato el malentendido, entornando los ojos, tomándome la cabeza, le replicó con fingida preocupación: �SSí, sí, lo vi muy mal, sacado, me dijo que te andaba buscando⬦⬝
Este episodio, tierno, humorístico y revelador, es relatado por su protagonista, Walter, en el documental �SLa hora del revuelo⬝. Narra esta experiencia divertida para develar los efectos persecutorios, el miedo que resulta de la histórica, falaz e injusta asociación entre la locura y la peligrosidad. Este prejuicio atávico es rápidamente desmontado con el conocimiento de las personas con padecimientos mentales, que lejos de ser una amenaza, han sido objeto de las peores violencias de los cuerdos, con la excusa de curarlos. Si no te animás a comprobarlo, podés empezar viendo el documental, en los que decenas de usuarios de la salud mental, ya no son hablados por el discurso de la ciencia o de la sociedad, ni descalificados por diagnósticos alienantes, sino que se animan a tomar la palabra y decir, en primera persona, su verdad. A desnudar los mitos construidos sobre ellos con los hechos, transformados en cronistas de su propio destino. Decenas de personas como Walter, buenas, sensibles, solidarias, talentosas, que dejan sus voces en el éter para poner en cuestión las atroces miradas de la Razón, aquella que los discrimina, los margina y los agrede. Atrévete a conocerlos, a sacarte tus preconceptos, poné en YouTuve �SLa hora del Revuelo⬝ documental y vas a empezar a preguntarte si no viviste equivocado⬦
El documental �SLa hora del revuelo⬝ fue producido y realizado por �SProducciones del sur del Sur⬝ de Concordia, en un excepcional trabajo comandado por Juan Menoni, Sebastián Pitavino, Ivana Almada y un extraordinario grupo de amigos.