Una historia trágica
Lo conocí una noche en el Paraje El Gato mejor dicho donde se junta con el Paraje Laguna Limpia (Departamento Federal)
Era un rancho perdido en el monte. Segundo Gómez era su nombre.
De estatura mediana, enjuto, con esa fortaleza de un ñandubay que caracteriza a los correntinos rurales. Su cara cetrina estaba deformada por una cicatriz que le abarcaba desde el costado de la nariz, hasta la oreja izquierda a la que le faltaba un pedazo. A consecuencia de la herida, tenía el ojo izquierdo blanco. La luz del pequeño farol a kerosene entre luz y sombra, le daba un muy desagradable aspecto. Estrechó mi mano cuando mi compañero me lo presentó y sin decir nada, ni siquiera su apellido, volvió a sentarse sobre un rustico banco en forma de “V”, al lado del fuego. Como yo me quedé parado, dijo apenas moviendo los labios y señalándome un tronco que hacía las veces de otro banco
─Siéntese aquí─ dijo
No sé por qué, se me despertó un enorme interés por conocer la vida de ese hombre. Se notaba en él una mezcla de serenidad y una tristeza del que ya está de vuelta de todo o de resignación.
Su vivienda consistía en un rancho con una sola pieza. Atrás tenía un alero prolongado que hacía las veces de cocina, la que tenía una sola pared de abobe bien trabajada que daba al sur.
Varios perros estaban echados en el suelo, cerca del fuego.
Nos habían saludado con furiosos ladridos cuando nos acercamos al rancho, pero un silbido del dueño fue suficiente para que se tranquilizaran. Casi todos tenían el lomo y la cabeza cubierta de cicatrices.
A primera vista reconocí en ellos a los perros cazadores de gato montés, chancho del monte, yacaré que allí abundaban. Eran de esa clase de “perros de pobre”, de raza indefinida, flacos pero incansables, de buen olfato y valientes en la lucha, experimentados en la pelea con todos los bichos del monte y conocedores de todas sus artimañas.
Queriendo entablar conversación con aquel silencioso dueño de casa le pregunté.
─ ¿Y esa herida? ─
Se encogió de hombros y contestó
─Oh, nada pues
Mi compañero me hizo una seña como queriendo indicarme mi indiscreción. Cuando uno es joven a veces no advierte que hay temas que no se deben tocar. Continuamos los tres en silencio tomando mate que nos alcanzaba Segundo Gómez. Yo aporté unos salamines y galleta.
Me intrigaba también el hecho de que no me preguntara quien era yo, ni que andaba haciendo por esos montes, pues siempre fue la pregunta de rigor que me formulaban en los ranchos. Pero este hombre nos recibió como si volviéramos de dar una vuelta, sin manifestar curiosidad (como yo), especialmente porque mi vestimenta no era la de un trabajador rural.
Como ya estaba anocheciendo, mi compañero que lo conocía le dijo:
─Si nos permite don Gómez, dormiremos aquí en la cocina
─El dormirá aquí, contestó señalando su catre y yo dormiré afuera.
No acepté que se privara de su comodidad por un extraño. Se encogió de hombros y se acostó en su catre, sin más vueltas.
Un rato después, tanto él como mi compañero dormían profundamente. Era una de esas noches hermosas, frescas, con mucha claridad y bien serena. No corría ni la más leve brisa.
Cansado de dar vueltas sin poder dormirme acostado sobre mi ropa, que hacía las veces de colchón, me levanté sin hacer ruido y me puse a mirar para el monte que dibujaba claramente la luz de la luna. Los grillos emitían su cantito intermitente y monótono. El lejano ulular del suindá o algún otro lechuzón. Después de estar un rato inmóvil y los perros al lado mío mirándome, me ajusté el cinto y un cuchillo que me regaló un tropero correntino y me dirigí al arroyo. Los perros vinieron conmigo.
Cuando hube llegado, me senté sobre una piedra y permanecí contemplando el angosto cauce de agua cristalina que corría entre las piedras. Largo rato estuve sentado escuchando los eternos murmullos del monte, experimentando esa serena quietud que parece adormecer el pensamiento.
A medio metro de mi cabeza, una araña overa, de cuerpo más bien rectangular, característica del monte que hilan una fuerte red, trabajaba afanosamente envolviendo en la tela a una especie de cucarachón, que había quedado atrapado y el que, zumbaba de vez en cuando, trataba de zafarse para volar. Me acerqué más y me puse a observar la lucha que iluminaba la luna. La araña trazaba un rápido semicírculo por debajo del cucarachón, lo tocaba ligeramente con sus patas y luego subía rápidamente hacia una ramita superior, descendía y volvía a efectuar la misma operación. Cada vez que llegaba a la ramita, el cucarachón se elevaba unos centímetros y quedaba más y más envuelto en la red. Pacientes preparativos para su cena que jamás pudo disfrutar ¡Cuando ya la víctima estaba bien asegurada, apareció en escena otra araña más grande y luego de un breve finteo de patas sobre el cuerpo del cucarachón, la que había efectuado todo el trabajo se vio obligada a huir
“¡Ni ella ni vos!” pensé yo. Y con una ramita destruí la telaraña, quedando como único vencedor.
─Amigo ¿Qué te pasa? ─ dijo una voz a mis espaldas.
Era mi compañero Luis, que habiéndose despertado y no hallándome, había salido a buscarme.
─Nada Luis, no podía dormir y salí a pensar un poco.
─Ahora que estamos solos, ¿de que es esa herida horrible que tiene Gómez?
─Se la hizo un compañero de él en Corrientes co0n un machete. Lo salvó el perro. Ese “amigo” le codiciaba una escopeta 16 que tenía Gómez. Venían caminando, y al cruzar un arroyito vio la oportunidad y le largó un machetazo a la cabeza. Pero el perro de Gómez presintió la mala intención del hombre y justo cuando alzó el machete, lo mordió en la pierna y el golpe se desvió. Cayó Gómez herido, pero el agresor también cayó con el perro encima. Gómez todavía medio aturdido, pudo recuperarse lo suficiente para clavarle su cuchillo en el pecho al infiel compañero. Todo ocurrió en un instante. Así herido como estaba, junto a su perro, huyó dejando todas sus pertenencias. Solo llevó su escopeta.
Así fue como me contó la historia de ese hombre. Terrible y sombría historia, salvaje como las luchas del monte, que hablaba de esos caracteres primitivos, extraños y bastante incomprensibles. Eso me lo contó Luis, con todos sus detalles, casi en voz baja por el mismo silencio imponente que nos rodeaba, con esa forma típica de contar las cosas que tienen en el campo, con gestos y ademanes sin omitir los más simples detalles.
Satisfecha mi curiosidad sobre el drama de ese hombre, obligado a abandonar su provincia, para vivir en la mas absoluta soledad, con la sola compañía de sus fieles perros y resignado a vivir como un ermitaño.
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