En carreta desde Buenos Aires a Salta
Difícil Debió ser sin duda un viaje de esa magnitud con esos medios de locomoción, con esas lentas tropas que marchaban abriendo rumbos en esa tierra desierta de población, acompañados por el chirrido de los ejes de esas gigantescas ruedas y la desolada visión de los bueyes caídos en esos interminables viajes, dejando las osamentas como testigo de su esfuerzo enorme. Y sometidos al látigo del carrero, los ataques de la indiada, de los perros cimarrones, pantanos como mares interminables, disparadas de caballos chúcaros que piafaban llamando a los mansos. Todo eso vieron y sufrieron los hombres que se aventuraban a esas soledades.
Algunos pasaron a la historia, como Pedro Sosa y han merecido el agradecimiento de la Patria.
Es sabido que Pedro Sosa, que transportó en solo 45 días- de ida y vuelta- armas para el ejército de San Martín, entre Buenos Aires y Mendoza, no cobró nada por el servicio, que hizo en tiempo excepcionalmente breve para entonces y ganó para siempre el agradecimiento y la amistar del Libertador.
Las carretas mendocinas, atendiendo a la facilidad de los caminos más despejados, apenas bordeados de vegetación achaparrada y espinosa, eran más anchas que las norteñas y permitían una carga mayor. Hasta 28 arrobas, como límite máximo habitual, cargaban las carretas cuyanas. Las del norte en especial las tucumanas, más angostas en vista de la poblada vegetación que invadía en parte la primitivas rutas o sendas, eran en consecuencia de menor capacidad de carga
Bernardo Frías nos ilustra en sus interesantes "Tradiciones Históricas" con coloridas anécdotas entre Buenos Aires y Salta "Los efectos europeos eran cargados en largas carretas en Buenos Aires por los comerciantes provincianos que habían tomado por su cuenta también, al lado de la mula, el transporte e introducción de tales cosas al Perú.
Las carretas se movían acompañando el lento giro de dos altas ruedas sostenidas por un eje de madera lubricado con grasa animal. Un todo impermeable que podía ser de cuero vacuno cubría la mercadería cargada y una yunta o dos de bueyes la arrastraban
El viaje hasta Salta insumía 500 leguas en esas soledades. A paso de buey, aquellos cargamentos empleaban seis meses en llegar; seis meses en los que experimentaban todos los accidentes de la naturaleza y de los hombres: lluvias, vientos, polvo, pantanos, carestías, fríos y calores, porque el cambio de las estaciones los sorprendía de camino. Y como si tanta penuria no fuera suficiente como para valorizar la tela salvada o el mueble precioso arribado después de una tal travesía, los bandidos y los salvajes de la pampa colindantes con las fronteras de Santa Fe y de Córdoba, salían en son de guerra y acometían la tropa a bala, lazo y puñal, tratando de apropiarse de lo ajeno.
Por estos tan gravísimos peligros, las tropas de carretas, que era tal el nombre con que estas expediciones mercantiles eran conocidas, tomaron sus muy justas precauciones. Las carretas eran de fabricación tucumana, que esta ciudad había tomado como ramo importante de su actividad, la industria carretera; pero los conductores y sus numerosos dependientes que servían en este quehacer, eran santiagueños. Hombres intrépidos y arrojados, dignos de ser probados en cualquier circunstancia y se asemejaban a aquellos intrépidos españoles que enfrentaron con gran valor al salvaje, a la miseria y con los dolores sin cuento de los heroicos días de la conquista. No hay duda de que estos carreros eran sus descendientes porque también ellos debían vérselas con circunstancias parecidas. Un carrero era un hombre de riña; lo que en otro lugar pudiera llamarse un forajido y un desalmado. Y así era necesario actuar, sin embargo, porque la naturaleza de su trabajo y las imposiciones de aquella, su vida extraordinaria se lo exigían. Un carrero era un hombre de pocas pulgas y qué por cualquier circunstancia, fruncía el ceño, la cólera le aparecía en los ojos y en el rostro se dibujaba; y ahí nomás, arrancando de la cintura el enorme cuchillo que lo acompañaba con tanta fidelidad como sus bigotes y extrayéndolo, ya buscaba destino el arma. Generalmente algunos de sus compañeros también participaban de la gresca y otros tantos adversarios, brillando los aceros tocados por el sol, si la pelea era de día o a la luz de la luna o de las estrellas si era de noche, dándose tajos, marcando el rostro, que era la hazaña que anhelaban, con ellos o hundiendo el arma feroz en el vientre o en el pecho del oponente.
Un carrero era también no solo un hombre temible, sino famoso por su lenguaje, lenguaje rudo y destemplado, producto del medio en el que desenvolvía su vida.
Por eso se decía en forma despectiva “Habla como un carrero”
Su oficio era conducir desde Buenos Aires hasta Salta las tropas de carretas cargadas con los artículos necesarios en ese aislamiento. Partían con un cargamento desde la “Plaza de las carretas”, llamada hoy Plaza Constitución, en Buenos Aires tiradas por seis y hasta ocho yuntas de bueyes. Las carretas eran largan y entoldadas, haciendo una techumbre abovedada que durante el largo viaje se iban deteriorando y siendo remplazados por cueros secos, y descansaban sobre unas enormes ruedas que giraban sobre ejes de madera. No eran más que dos estando de más decir que yacían una a cada lado del primitivo vehículo
En el techo llevaban un palo largo o pértigo que le llamaban tramojoy que llevaba atado un cuero blando que el conductor accionaba para azuzarlos.