La huelga de las escobas
En 1871 los aristócratas porteños huían hacia el norte de la ciudad, abandonando sus mansiones. La fiebre abrasaba por igual y asesinaba en el fuego de su sombra a miles de sus habitantes.
La epidemia de fiebre amarilla no respetaba estamentos sociales. La búsqueda de mejores condiciones ambientales dio nacimiento a la zona norte porteña, aquella que aún hoy identifica a las clases “altas”. La nutrida comunidad negra que vivía en el sur, quiso también escapar de la fatalidad, pero el Ejército organizó una gigantesca cerca que se lo impidió. Era el fin definitivo de los afro descendientes en Argentina. Era la desaparición, la última etapa de un Genocidio silencioso, después de las guerras de la Independencia y la de la triple infamia contra el Paraguay. En esas contiendas iban obligados como carne de cañón, muriendo todos. Ahora era el fin del fin. Casi nadie los recuerda, la historia no los recuerda.
Tampoco que esos Palacetes Patricios en pocas décadas fueron reformados, remodelados y compartimentados para que funcionaran como “conventillos”, y alquilados a la marea humana que venía del viejo continente para “Hacer la América”. El nombre de las viviendas refería a las habitaciones que, cerradas, con escasa iluminación y sin aire, remedaban las celdas de los conventos. Los inmigrantes sobrevivían allí hacinados y asfixiados en esas piezas sucias, oscuras, húmedas e inhabitables, sin servicios sanitarios ni cloacas, con un baño cada diez cuartos, igual que las cocinas, cuando no estaban dentro mismo, cosa que provocaba habituales incendios. Había un calentador a alcohol o aceite que se colocaba en la puerta para que los olores se fueran al exterior.
Esas condiciones miserables provocaban epidemias como el cólera, la fiebre amarilla, el paludismo, los parásitos y las infecciones, de tal modo que el Doctor Guillermo Rawson, una autoridad indiscutible de la naciente medicina higienista, recomendaba a la oligarquía gobernante que, ya no por piedad o humanismo, del que carecían, pero al menos por egoísmo puesto que los contagios no discriminaban, mejoraran las condiciones de habitabilidad de los conventillos.
Decía puntualmente: “De aquellas fétidas pocilgas, cuyo aire jamás se renueva y en cuyo ambiente se cultivan los gérmenes de las más terribles enfermedades, salen esas emanaciones, se incorporan a la atmósfera circunvecina y son conducida por ellas tal vez hasta los lujosos palacios de los ricos… (Por lo que) es preciso buscar al pobre en su alojamiento y mejorar las condiciones higiénicas de su hogar”. Es obvio que las clases dirigentes de la época y los dueños de los conventillos, no hicieron caso de ésta advertencia, su voracidad por la renta era mucho más poderosa que, incluso, su propia salud e incluso su vida.
Podría inferirse del carácter ruin y apestoso de los conventillos, la economía de sus costos, sin embargo, su alquiler se llevaba más de la mitad de los salarios, equivaliendo, según los cálculos de la época, a la locación de un hotel de París, tal el abuso que ejercían los propietarios. En ese contexto de oprobio se encendió la llama que iba a producir el fuego de un hecho histórico. Corría el año 1907 y el gobierno aumentó las tasas de ABL (Alumbrado, Barrido y limpieza) en un 30%, incremento que fue transferido linealmente a los ya empobrecidos inquilinos, exponiéndolos, despiadadamente a tener que elegir entre dar de comer a su familia o pagar el arrendamiento.
La inquietud de los inmigrantes se fue encausando en reuniones, mítines, asambleas, organizados fundamentalmente por los líderes de la FORA (Federación obrera regional argentina), mayormente mujeres, que finalmente patrocinaron un hecho revolucionario, de heroica resistencia histórica: la “huelga de inquilinos o huelga de las escobas”, es decir, cansados ya del abuso del Poder, dijeron ¡basta! Y decidieron dejar de pagar el alquiler y exigir, no sólo una rebaja considerable, sino también, mejorar las condiciones de habitabilidad delos conventillos. Las escobas fueron un símbolo. Juana Rouco Buela, una extraordinaria luchadora anarquista, que tuvo un rol central en la conducción de los acontecimientos, barría las calles con las mujeres, significando con ese gesto la intención de barrer las injusticias que sufrían los trabajadores. Sin ningún tipo de diálogo ni negociación, los jueces, algunos de ellos dueños de los conventillos, mandaron inmediatamente el desalojo de los huelguistas, ordenando al Coronel Ramón Falcón la ejecución de esa nefasta tarea. Así las cosas, el sanguinario Jefe de la policía, conocido por la represión salvaje de las revueltas obreras de principio de siglo, que significaron la muerte de cientos de trabajadores, ingresaba a los conventillos, secundado por los bomberos que, con sus mangueras heladas disparaban sobre mujeres y niños para hacerlos salir de sus viviendas.
En eso sucedió lo inesperado, una ingrata sorpresa para el asesino y despiadado represor de los obreros, las mujeres y los niños comenzaron a responder la agresión policial a escobazos y baldazos de agua hirviendo. Esta reacción imprevista, heroica, llena de coraje y valor, endureció a las “fuerzas del Orden” (un orden bien injusto, incluso para ellos, mesnaderos del Poder), que incrementó la partida de uniformados e intensificó la operación represiva contra sus propios hermanos.
Así, ya patotas policiales, disparando armas de fuego, contra quienes montaban épicas escobas y baldes, como toda defensa de su dignidad. La resistencia era de las mujeres y los niños porque los hombres tenían que trabajar para poder subsistir. Pronto el movimiento huelguista se extendió a Rosario y Córdoba. A la cobardía de los uniformados, se oponía la conmovedora solidaridad de los carreros que ayudaban transportando a los huelguistas y los gastronómicos que organizaban ollas populares para alimentarlos. El momento trágico fue el asesinato de Miguel Pepe, un joven inquilino que cayó asesinado por las balas policiales. Pepe tenía 17 años y una multitud acompañó su sepelio, su último adiós. Ni siquiera ese momento de dolor respetaba la represión, que disparaba con fuego a la multitud en el cortejo, de modo tal que debía dejar el féretro en el suelo cada tanto para seguir luego a su destino. Finalmente la huelga tuvo éxito, los precios tuvieron que bajar y mejoraron las condiciones de las viviendas.
Así como iba a suceder en otros momentos de la historia argentina, los valientes trabajadores lograron resistir los atropellos del Poder desalmado del Capital. Es esta una historia propia de la literatura, “fantasía de la realidad” diría Osvaldo Bayer, por las derivaciones y destinos de los personajes. Juana Rouco Buela, la Anarquista española que sentó las bases del feminismo argentino, héroe de la histórica resistencia de las escobas, fue deportada por la ley de residencia, regresando al poco tiempo al país para continuar su emocionante lucha por la justicia social y la dignidad para los obreros.
Ramón Falcón fue ajusticiado por un personaje novelesco, el ruso Simón Radowisky, que había venido de Ucrania, muy joven y con una gran conciencia de clase, asumió la vindicta anarquista, aquella que arrojaba la bomba-expresión en su estallido de la ira del pueblo- sobre los asesinos del pueblo. Radowisky, a quien hay que dedicar seguramente una recordación en particular- zafó de la pena de muerte porque era menor de edad, contaba con 18 años, pero fue a la cárcel de Ushuaia, la Siberia Argentina, siendo el único que parcialmente pudo huir, aunque fuera reintegrado. 21 años después fue indultado pero desterrado por Irigoyen.
Es importante rescatar nuestras experiencias históricas para mantener viva su memoria, sobre todo en estos momentos donde, en nombre de la libertad (de mercado claro) vuelven los atropellos y abusos contra los inquilinos, en favor de los más fuertes que pueden cobrarle, en un “acuerdo entre partes” que significa la ley de la selva, porque una parte es poderosa y otra débil y el pueblo desamparado debe generar estrategias de resistencia contra tamaña injusticia. La huelga de las escobas es un faro para orientar la lucha, la preservación de la dignidad, que solo puede ir por los caminos de la unión y la solidaridad social, es lo que temen los autoritarios y antidemocráticos siempre paridos por la cobardía y la violencia.
Sergio Brodsky