Represión a jubilados: la banalización del mal
Otro miércoles más de represión a jubilados. En esta ocasión Gerardo Mirkin, adulto mayor, sufrió una descompensación tras la agresión policial y tuvo que ser trasladado al Hospital Argerich. No hace mucho la sociedad, todos nosotros gritábamos ¡“Con los jubilados No”!, como expresión del límite que estábamos dispuestos a permitir, dentro de las políticas de ajuste y represión brutal perpetrado por el gobierno nacional y sus cómplices. Hoy las denuncias son más tenues, ya no parece producir ese nivel de repulsión visceral del principio, ni un escándalo ético, por cansancio, por la parálisis del agobio y la angustia, por miedo, por indiferencia o crueldad, no se produce aquel escándalo que es, según Ulloa, signo de salud mental y resorte de la unidad y la lucha contra la barbarie. En algún momento se puede comenzar a naturalizar el espantoso paisaje de la represión a las manifestaciones de protesta de adultos mayores porque no pueden comer ni comprar los remedios para poder subsistir. ¿No es mejor recibirlos e intentar atender sus preocupaciones e intentar solucionarlos? Eso ya pasó en la década del 90 con el Menemismo, la vergonzosa represión a los jubilados porque pretendían vivir. Norberto Galasso afirma que los 90 constituyeron la época mayor tasa de suicidios en la tercera edad en la historia argentina. Es un serio problema ético no escandalizarse frente al destrato a los adultos mayores, como frente al hambre de los niños, la pobreza, la miseria, la indigencia, la discriminación, el odio, la mentira, el desfinanciamiento de las Universidades, la destrucción y el saqueo. Hanna Arendt se dio cuenta que cualquier persona puede, en determinadas circunstancias concebir y tolerar el espanto, sin conmoverse, naturalizándolo. Es lo que sucedió con el Nazismo, en algún momento personas que jamás imaginaron soportar la tortura del otro, la eliminación más brutal del otro, finalmente pudieron convivir con el horror. Comenzaron, en algún momento indefinido, a naturalizar la existencia de los campos de concentración, la muerte masiva en cámaras de gas. A ser insensible frente al espectáculo espeluznante dela destrucción del hombre, tal vez porque empezaron a incorporar las ideas supremacistas, la discriminación racial, las excusas repetidas hasta el cansancio de que se aniquilaban a los responsables de sus desgracias, que eso era necesario para mejorar la raza humana. Se promovió el odio que activa como un resorte el impulso a eliminar a los responsables de cualquier perturbación del placer, siempre encontrados afuera, con la creación de chivos expiatorios. Se crearon enemigos a los que había que exterminar para asegurar la felicidad. Se deshumanizó a esos enemigos para poder asesinarlos, como lo intuyó, probablemente el genial Kafka cuando imaginó a Gregorio Samsa una mañana, después de un sueño intranquilo, convertirse en un espantoso insecto. Se puede perder la sensibilidad, se puede perder la capacidad de pensar y de reflexionar que es incluir al “otro”, su punto de vista, siempre que lo diverso no sea enemigo a exterminar, en esas condiciones, no hay diálogo ni reflexión posible. Hannah Arendt percibió esa desconexión intelectual y afectiva en la base de aquel complejo fenómeno que llamó banalidad del Mal, como normalización de lo atroz, que posibilitó que personas del corriente, que jamás hubieran consentido monstruosidades, hubiesen finalmente participado y consentido el sufrimiento y el exterminio de millones de seres humanos. Se sorprendió la escritora y filosofa judeo alemana cuando en el juicio de Adolf Eichmann, no encontró el rostro del perverso sino una persona normal, un frió burócrata, no encontró al monstruo que esperaba. Está claro que cometió monstruosidades, horrendos crímenes de lesa humanidad, pero lo inquietante fue que miles de personas sostuvieron esa aterradora experiencia, banalizándola, justificándola para que sea posible. Que lo intranquilizador sea que el espanto no hubiera sido posible sin su silencio.
Esa banalización del mal, esa de la crueldad hacia el otro, esa indiferencia frente al sufrimiento del otro, esa ausencia del escándalo moral cada vez que un jubilado no tiene para comer, para pagar la luz o sus remedios, esa desconexión intelectual y afectiva, esa parálisis frente a la destrucción legal de los frágiles, es el letargo estúpido y perverso del que tenemos que despertar para volver a gritar:” ¡con los jubilados no!” y recuperar nuestra dignidad humana.
Comentarios
Para comentar, debés estar registrado
Por favor, iniciá sesión