La Argentina atraviesa una profunda crisis de inversión pública, agravada por la paralización de obras licitadas y contratadas durante los últimos años. Bajo la gestión del presidente Javier Milei, numerosas obras públicas, muchas de ellas con avances significativos, han sido frenadas sin previo cumplimiento de los pagos correspondientes a los certificados ya emitidos.
La magnitud de la paralización de la obra pública es alarmante. Según estimaciones de la Cámara Argentina de la Construcción (CAMARCO), entre 3.500 y 4.000 obras públicas se encuentran actualmente detenidas, afectando a más de 100.000 trabajadores del sector. Esta situación representa una caída del 87% en los proyectos en ejecución con fondos nacionales entre fines de 2023 y el primer bimestre de 2024, según datos del Sistema Nacional de Inversiones Públicas.
Esta situación no solo representa un golpe directo a las empresas contratistas, sino que además expone un problema estructural que supera la coyuntura: la fragilidad de la seguridad jurídica en el país.
El principio de continuidad de los actos del Estado es una piedra angular de cualquier sistema republicano que aspire a garantizar previsibilidad y confianza. Sin embargo, la falta de pago de certificados a las empresas que realizaron obras bajo contratos formalmente adjudicados implica una ruptura de ese principio. No se trata aquí de discutir la orientación de la política económica —que legítimamente puede redefinir prioridades— sino de señalar el grave daño institucional que genera el incumplimiento de obligaciones asumidas por el propio Estado.
La decisión política de frenar la obra pública se sostiene, además, sobre una realidad insoslayable: la ausencia de financiamiento. En el marco del ajuste fiscal impulsado por el gobierno, el Tesoro Nacional ha dejado de girar los fondos necesarios para honrar los compromisos asumidos en contratos de obra pública. Sin financiamiento, no hay posibilidad de continuidad, ni siquiera de pago por los trabajos efectivamente ejecutados.
Este corte en la cadena de pagos no solo paraliza las obras, sino que también produce un efecto dominó sobre toda la cadena productiva vinculada a la construcción. Desde proveedores de insumos hasta trabajadores de la construcción, pasando por las economías regionales donde se desarrollan los proyectos, el impacto es devastador.
La obra pública, que históricamente ha funcionado como motor anticíclico en tiempos de recesión, queda reducida a una promesa incumplida, profundizando la contracción de la actividad económica.
El costo tributario de la incertidumbre y la inflación
A la asfixia financiera que genera la falta de pago, se suma una paradoja tributaria de consecuencias críticas para las empresas constructoras: la obligación de tributar sobre facturas emitidas por los avances de obra, aunque esos montos no se hayan cobrado —y tal vez nunca se cobren—, o se perciban con meses (o años) de demora, completamente desactualizados por el efecto de la inflación.
El régimen fiscal argentino exige el pago de IVA e Impuesto a las Ganancias sobre los certificados de obra emitidos, independientemente de que estos hayan sido efectivamente abonados por el comitente. En el contexto de inflación elevada y de paralización de pagos por parte del Estado, esto genera un doble castigo para las empresas: no solo enfrentan la falta de ingresos líquidos, sino que además deben endeudarse o descapitalizarse para cumplir con las obligaciones fiscales de montos que no perciben.
Esta situación profundiza el círculo vicioso: muchas constructoras se ven forzadas a recurrir al financiamiento bancario a tasas exorbitantes para poder cumplir con el fisco, incrementando sus costos financieros, deteriorando su solvencia y aumentando la posibilidad de quebrantos. Además, al momento de cobrar —cuando logran hacerlo—, los montos son insignificantes en términos reales frente a la erosión del poder adquisitivo provocada por la inflación acumulada durante el tiempo transcurrido.
Costo argentino y sobreprecio por incertidumbre
La parálisis de la obra pública y la ausencia de certezas respecto del cumplimiento de los contratos impactan de lleno en lo que los economistas llaman “costo argentino”. La imprevisibilidad contractual obliga a las empresas a incorporar primas de riesgo cada vez más elevadas en sus presupuestos. Esto significa obras más caras, no por el costo intrínseco de los materiales o la mano de obra, sino por la necesidad de cubrirse ante eventuales incumplimientos o cambios arbitrarios de las reglas de juego.
Los mecanismos de financiamiento, tanto local como internacional, también se ven afectados. ¿Quién está dispuesto a financiar proyectos de infraestructura en un país donde el propio Estado incumple los contratos? La consecuencia es el encarecimiento del crédito, la reducción de la competencia en las licitaciones y, en última instancia, una caída en la cantidad y calidad de las obras públicas ejecutadas.
Deterioro de la calidad institucional
La seguridad jurídica es uno de los pilares fundamentales para el desarrollo de los países. No es casual que los rankings de calidad institucional y de clima de negocios penalicen con dureza a los Estados que muestran volatilidad en sus políticas y decisiones. Cuando las reglas no se respetan, cuando los compromisos no se honran, el resultado es el debilitamiento de la confianza, no solo entre empresas y el Estado, sino también hacia el conjunto de las instituciones.
Esta pérdida de confianza tiene efectos multiplicadores: desalienta la inversión privada, reduce el empleo en sectores estratégicos como la construcción, deteriora las redes productivas locales y profundiza la recesión en las economías regionales. Además, genera un mensaje preocupante hacia el exterior, consolidando la imagen de la Argentina como un país donde el riesgo político y jurídico es alto, y donde el cumplimiento de las normas depende más del momento político que del respeto por los contratos.
La paradoja de la motosierra y la institucionalidad
La administración Milei ha hecho de la reducción del gasto público su bandera central. Sin embargo, el costo de la parálisis de la obra pública va más allá del ajuste fiscal. La falta de financiamiento, la presión tributaria sobre ingresos no percibidos y el deterioro de la seguridad jurídica y de la calidad institucional tienen un precio mucho más alto, aunque menos visible: erosionan las bases de la confianza, encarecen las inversiones futuras y condenan a la economía argentina a la lógica del sobreprecio por incertidumbre.
La paralización total de la obra pública, especialmente la que ya estaba en ejecución, no es una política de ajuste: es una decisión profundamente regresiva, económicamente irracional e institucionalmente destructiva. No hay equilibrio fiscal posible si se lo construye sobre el derrumbe de la actividad productiva, la destrucción del empleo y la ruptura sistemática de los contratos asumidos por el propio Estado. El ajuste puede tener muchas formas, pero el incumplimiento no puede ser una de ellas.
Las consecuencias de este camino no son solo económicas. Son también políticas, sociales y culturales. Paralizar la obra pública en un país con infraestructura crítica y profundas brechas territoriales es condenar a la marginalidad a millones, erosionar aún más la confianza pública y profundizar la recesión. Lejos de ser una señal de eficiencia, esta decisión revela una preocupante incomprensión del rol del Estado en el desarrollo.
No se trata de ideología, se trata de sentido común y de institucionalidad. Si el único plan es el ajuste a cualquier costo, entonces lo que está en riesgo no es solo la obra pública, sino el futuro mismo del país.
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