La conciencia vaciada
“¿Y Usted qué piensa?”, me preguntó el vecino en el Mercado, mientras apenas verificaba que la bolsita de la compra era cada vez más exigua, mientras los precios engordaban sin piedad. “¿Qué pienso de qué?”, le contesté un poco confundido, porque no había prestado suficiente atención.
Una hora atrás había despertado y en la radio voces indignadas hablaban de Alberto, del maltrato psicológico y físico a Fabiola, que ya llevaba diez días, desde que me despierto hasta que me acuesto. En la tv lo mismo, opinólogos, móviles en vivo que mostraban un edificio y escenas violentas, abrumaban las pantallas. Cambio los canales, hago zapping y en cadena nacional, todos hablan de “lo mismo”, en las redes memes y trolls y Tik Tok replican hasta el infinito idénticos puntos de vista. Esta escena, en la que parafraseando a Peteco Carabajal “lo cotidiano se vuelve trágico”, asfixia mi percepción día a día. Unos meses atrás sucedía otro tanto con la búsqueda de un niño que había desaparecido. La tragedia infinita se había convertido en show. En el medio de ese espectáculo de una tragedia espeluznante, toda la preocupación mediática y ciudadana concentró sus esfuerzos en cuestionar, con insospechada experticia, los mecanismos fraudulentos de la Dictadura Venezolana (Dictadura cuando el Imperio bloquea, Democracia cuando necesita del petróleo). Del mismo modo mi vecino había preguntado mi opinión sobre “la inocencia de Laudelina” o “la indudable corrupción del Consejo nacional electoral Caraqueño”, me había interrogado insistentemente, a pesar de mi respuesta invariable: “la verdad”, contestaba, “es que no sé, no tengo ni idea” e inquiría, a la vez, las fuentes en las que basaba su conocimiento, “lo escuché en la tele, dicen que…”. Es obvio que repudio la violencia de género, que me estremece la desgarradora desaparición de un niño y que me preocupa los destinos de la Patria Grande, lo insoportable es el show mediático, la superficial banalización de temas tan graves y la repetición acrítica por parte de los sujetos, de los contenidos que vomita los medios, mal llamados de comunicación y las redes, mal llamadas sociales, y los individuos, mal llamados libres. “¿Usted qué piensa?” Me decía el vecino, en una y otra ocasión, en el Mercado, sin siquiera mirar que los precios trepaban escandalosamente, pero sereno, porque en la TV. decían que la inflación estaba controlada, que opina, insistía, sobre el maltrato de Alberto. “Dicen que era un lobo disfrazado de cordero”. Le digo que no lo sé, que no lo puedo saber, nada, absolutamente nada de lo que me pregunta. Me animo un poco a decirle que no sé si de veras pienso cuando creo pensar, donde pienso, ni cuanto pienso, que de nada de eso estoy totalmente seguro, que tal vez allí, cuando dudo y vacilo, cuando puedo preguntarme un poco más y repetir un poco menos lo que escucho abrumadoramente, puedo rescatar algo de lo que pienso y dejar de “ser pensado”, por aquello que José Pablo Feinman llamó el “Poder comunicacional”. Decía, el genial Filósofo, en un texto definitivo, de fines de los 90, con Menem y sin la complicación aun de la alienación tecnológica que vino después, que “Uno sube al taxi, dice buenas tardes, y el taxista empieza a hablar. No bien dice las primeras palabras, uno sabe ya las otras que va a decir. No es él el que habla, es Radio Diez. El hombre cree que expresa sus ideas, pero expresa las ideas de otros. Cree que habla un lenguaje, pero es otro lenguaje (o digamos “el lenguaje del Otro”) el que habla por él. No habla el taxista, habla el Señor Hadad (Este artículo es de fines de los 90 y en ese momento Hadad se oía fuerte). No habla el señor Hadad, habla el señor Menem. No habla el señor Menem, hablan sus poderosos aliados y Financistas. Un triunfo del Poder comunicacional. Han logrado que el taxista exprese, ahora militantemente “sus” propias ideas, ya que el triunfo del poder comunicacional ha consistido en hacerle creer que aquello que dice es lo que él dice, que lo que las ideas que expresa son “sus” ideas, que su subjetividad le pertenece, y hasta se encuentra habitada por convicciones fuertes, las más fuertes que tuvo en su vida. No habla, es hablado. No tiene subjetividad, se la han colonizado, se la expropiaron y le pusieron otra que habla por él. Sin embargo, él se cree más libre que nunca y hasta tiene convicciones que le permiten pedir la pena de muerte o la expulsión social de los indeseables, piqueteros, delincuentes, inmigrantes latinoamericanos” (José Pablo Feinmann “La historia desbocada II). El poder comunicacional del capitalismo, dice, radica en que todos pensemos lo mismo que el Poder. El poder da las respuestas y elimina así las posibilidades de las preguntas, sobre todo la de ¿qué pienso yo de todo esto? El poder comunicacional dicta lo que debo pensar, cuando y como, lo que debo decir y repetir y me convence de que “eso” que digo, eso que creo pensar, es “mi” visión del mundo. Opera magnéticamente, como un hipnotizador que conmina: “ahora piensa esto, ahora aquello”, alienando al sujeto de sus propias percepciones, de su memoria, vaciando su conciencia y su pensamiento, tornándose un robot que reproduce lo que le soplan a ese oído anestesiado. Dar las respuestas es además dar muerte directa a la capacidad de pensar, que es la de interrogarse, pensar es preguntarse, casi al obsesivo modo cartesiano, o socrático de dudar de todo, de no dar nada por supuesto. Creo que estamos en una trampa fatal, como sujetos y como sociedad. Creo que es una “batalla” que debe darse desde todos los campos de la cultura, sobre todo desde esa escuela que, definitivamente debe constituirse en el lugar para “aprender a pensar” y no a repetir acríticamente, memorísticamente, un saber producido por otro, esa educación bancaria que con tanta precisión definió Paulo Freyre. Estar atento con él (claro que grave) tema de Alberto o de Venezuela de la mañana hasta la noche es además, no ocuparse del ajuste brutal, de la reforma que desampara a los trabajadores, de los salarios de los docentes bajo la línea de la pobreza, de la destrucción de la patria y fundamentalmente, y sobre todo, imperdonablemente, dejar de pensar que en nuestro país, un millón de niños se acuestan sin cenar, que millones de personas sufren hambre, en ésta Patria, rica y desigual, que otra vez el Poder, pone a remate. Agradezco la ilustración de esta nota a cargo del talentoso Elías Costen, un joven para esperanzarse sobre nuestro futuro.
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