Que el ratón no muera
La política es un juego de equívocos, un arte de engaños como los regates en el fútbol y las piezas “envenenadas” o las celadas en el ajedrez.
En política es necesario disponer siempre de un enemigo sobre el que descargar el peso del mal real o supuesto; y también es necesario mantenerlo vivo. Si desaparece, si por imprudencia anunciamos su muerte, la victoria definitiva sobre él, nosotros mismos nos volveríamos superfluos y desapareceríamos. Una pequeña fábula hindú ilustra sobre este hecho bajo la apariencia de un cuento infantil, del que no obstante conviene extraer enseñanzas que no se aprecian a primera vista.
Un gato flaco y hambriento, corrido por los campesinos, encontró amparo en la cueva de un león, que le ofreció compartir las sobras de sus comidas. No era una oferta desinteresada: el león sufría el acoso de un ratoncito que le roía la melena cuando dormía la siesta. Los leones no cazan ratones; pero los veloces gatos, sí. El gato ministerial cumplía a satisfacción su misión y recibía su parte de las comidas regias, que comenzaron a engordarlo. El ratón se mantenía silencioso en su inaccesible agujero, pero cierta vez hizo un ruido y el gato lo cazó y se lo comió. Entonces el león, libre definitivamente del ratón, empezó a ver inconveniente la compañía del gato y lo devolvió al campo, a luchar contra el hambre.
El ratón era la pieza clave de esta relación tripartita, quebradiza como suelen ser habitualmente las relaciones políticas. Cuando el gato se dejó llevar por un impulso y lo eliminó, se perjudicó a sí mismo.
Heinrich Zimmer, estudioso alemán de las doctrinas orientales, ejemplifica con una etapa trágica de su país. La Gestapo, abreviatura de “Geheime Staatspolizei” o Policía Secreta del Estado, debía acabar con todos los enemigos del poder, identificados con fuerzas tenebrosas. Pero en realidad mantenía a algunos en reserva como reaseguro de su propia existencia, no los eliminaba porque sería como matar al ratón y pasar a ser superflua. La ideología es fuerte y no entiende razones, pero más fuerte y menos razonable es el instinto de conservación.
La lucha por el poder no cesa jamás, apenas si conoce treguas; las alianzas y amistades, los abrazos y los elogios duran generalmente poco, son fruto de la necesidad y del deseo y se mantienen tanto como los intereses comunes.
La amistad no gobierna la política ni decide las alianzas, cuando la ayuda mutua ya no es necesaria para lograr el lucro esperado, la compañía se vuelve insegura y resurge el egoísmo de cada uno, la fuerza centrípeta que milita contra la unión de las partes. En política no hay altruismo ni lealtad durable.
La política internacional da ejemplos abundantes a lo largo de toda la historia, pero solo la del siglo pasado es suficiente: A inicios del siglo XX Japón obtuvo el apoyo de Inglaterra para debilitar a Rusia en Persia, el Cercano Oriente y los Dardanelos. Luego, en la primera guerra mundial, fue aliado de Inglaterra y Rusia, junto con Francia, con el fin de expulsar a Alemania de la China y tomar posesión de las islas alemanas del Pacífico. Y en la segunda guerra mundial Japón fue aliado de Alemania, venció a Francia en Indochina y amenazó al imperio colonial inglés.
Más recientemente, el papa Francisco dijo que la guerra en Ucrania “es una situación de guerra mundial, de intereses globales, de venta de armas y de apropiación geopolítica, que está martirizando a un pueblo heroico”.
El Papa –monarca absoluto de un reino medieval- tenía en mente las relaciones entre Estados en base al poder puro y duro, no a la ética ni a los derechos humanos, ni siquiera a los evangelios. O pensaba quizá en la definición de Maquiavelo: la política es retórica para seducir al vulgo. La distancia entre política internacional y ética de entrecasa quedó ejemplificada en la respuesta del ex embajador español y geopolítico José Zorrilla a una mujer que lo interrumpió durante una conferencia para clamar por apoyo a Ucrania en nombre de los derechos humanos. Zorrilla le respondió: “le informo, señora, que los reyes magos son los padres”.
Tanto es de toda época esta actitud que ya cuatro siglos antes de nuestra era, el tratado Astra Shastra indio escrito por Kautila contiene criterios aplicables a la política internacional de hoy. El cortesano Kautila formula con la precisión del álgebra ciertas leyes naturales fundamentales que gobiernan la vida política en todas partes y en todo tiempo.
Sin embargo, las recomendaciones a los gobernantes de filósofos como Maquiavelo pueden resultar muy chocantes para la gente común, que vive, sufre y goza fuera del ambiente político profesional.
Para obtener la adhesión de ellos cuando sea necesaria o la neutralidad si no se los puede entusiasmar, puede ser útil condimentar con moralina los puntos de vista más descarnados. Puede aprovecharles entonces un destilado de sentimiento degradado en sensiblería. Cuando algunos más advertidos llegan a entender de qué se trata, denuncian como en el tango que el mundo es “un despliegue de maldad insolente”.
(I:AIM)