Nacieron en la misma época y crecieron casi juntos, separados sus hogares por un arroyito con pequeños ramplones de aguas quietas, habiendo un pequeño espacio de tierra por donde pasaban la hacienda y los puesteros todos los días que realizaban las tareas asignadas por el colono establecido entre cuchillas y piedra mora, cerca del curso rumoroso del arroyo Grande, en inmediaciones de lo que denominaban “la horqueta”, paraje de su unión con el arroyo Rabón para desembocar juntos en el río Uruguay, bordeado por una espesa vegetación de monte virgen donde predominan el curupí, biraró, guayabo, mataojo, amarillo y varias especies más, destacándose enormes sauces llorones cuyo ramaje lamía el agua formando remolinos y los ceibos cuya roja flor sobresale entre el verde follaje.
A orillas del monte, entre un montículo de piedras mora que asoman en forma irregular, donde creció un espinillo de tronco retorcido, hay infinidad de cuevas de vizcachas, en cuyo derredor suele haber restos de todo tipo de desperdicios que estos animales acumulan en la entrada de sus madrigueras, por eso cuando hay lugares muy desordenados suele decirse que parecen una vizcachera.
Con la infaltable honda y los bolsillos llenos de piedritas salían a recorrer el campo, sin rumbo fijo hacia donde había una planicie, como un vallecito tachonado de florcitas amarillas y rosadas, compitiendo a ver quién de los dos obtenía el macachín más grande, el que limpiaban de tierra en la ropa saboreando la dulce y blanquecina raíz, corriendo luego velozmente uno seguido por el otro hacia un bosquecillo donde alguna vez hubo una tapera, hasta quedar sin aliento y al llegar, echarse boca abajo sobre la hierba húmeda y olorosa, molestando con un palito algún gusano que pasaba presuroso o a las hormigas que trabajosamente acarreaban pedacitos de paja ó alguna hojita. De repente, interrumpiendo el silencio y esa gran tranquilidad característica del campo, que invade hasta los sentidos, escuchan el zumbido del vuelo de un mangangá que revolotea sobre sus cabezas, por lo que deciden seguir su vuelo hasta el tallo seco de una caraguatá donde se posa con sus patitas cargadas de amarillo polen, introduciéndose por el agujero en la caña hueca donde tiene su nido. Mientras se alejan, divisan en un matorral de chilcas una lechiguana. Sin mediar palabra, sólo una mirada cómplice, se ponen a juntar unos palitos y bosta seca, y con un par de fósforos que uno de ellos lleva en el bolsillo, hacen un fueguito sin que haga llamas y a favor de la brisa, para que el humo ahuyente a las avispas. Alejándose unos metros, con la honda le tiran unos guijarros; al sentir los impactos salen miles de avispas embravecidas cubriendo todo el nido. Sentados y expectantes, esperan que por el efecto del humo se alejen las avispas, y acercándose con un palo parten el enorme camoatí, llevándose a la boca trozos del panal saboreando la dulce miel silvestre que les chorrea sobre el mentón, cuando uno de ellos lanza un grito tomándose un dedo de la mano. Es la venganza de la reina del enjambre que, rezagada y sin que la vieran, le ha clavado su aguijón. Extraído el mismo y con la aplicación de un poco de barro en el dedo, al rato ya no se acuerda del percance continuando su paseo.
Al momento uno se detiene mirando fijo hacia adelante al divisar un tero erguirse entre los pastos y salir caminando agachado unos metros, como para no ser visto, antes de levantar vuelo. Sin desviar la vista para no perder el lugar, corriendo sin mirar el suelo, tropezando y arañándose mientras los teros con sus clásicos gritos efectúan vuelos rasantes sobre sus cabezas extendiendo sus alas dejando al descubierto las rojas púas amenazantes, hasta llegar al lugar preciso donde está el nido con cuatro huevos de color verdoso oscuro con pintitas negras que se mimetizan en el lugar.
Muy contentos con el hallazgo, ponen cada uno dos huevos en su gorra con especial cuidado. Al caminar por el sendero con bastante pastizal bajo pero tupido, se sorprenden por el repentino vuelo ruidoso de una perdiz; revisan concienzudamente el lugar y bajo una mata encuentran el nido con numerosos huevos color violeta oscuro, completando su carga sobre sus cabezas quedando las gorras erguidas.
Cerca del monte y trepada en el tronco de un árbol descubren una planta de tases, cargada de suculentos frutos de color verde de cuyo estuche con forma de corazón extraen la pulpa lechosa y dulzona de la que dan buena cuenta. De repente sienten un fuerte aletear entre el ramaje y al levantar la vista divisan un nido de paloma torcaz que ante su presencia levanta vuelo, por lo que de inmediato uno de los dos, dejando en el suelo la gorra, trepa ágilmente al árbol debiendo evitar las espinas de un ñapindá que se engancha en su ropa produciéndole rasguños, pero que en la ansiedad de subir ni se sienten, llegando al nido redondo, casi plano, hecho con palitos secos y lleno de plumitas, en el extremo de una rama que se mece peligrosamente, divisando dos pichones que empezaban a emplumar. Con mucho cuidado para no caer, estirando todo el cuerpo, tomándose del tronco con una mano, con la otra toma los pichones introduciéndolos en su camisa, descendiendo lentamente con su preciosa carga que criarían en su casa.
Habiendo transcurrido varias horas y para no intranquilizar a sus padres, inician el retorno, no sin antes, con sumo cuidado, desprender de una planta de tuna varios frutos maduros color rojizo, y para sacarles las espinillas las hacen rodar presionándolas con sus alpargatas varias veces en el pasto, así, sin pincharse los dedos las pelan gustando la jugosa pulpa gelatinosa verde con semillitas negras, guardando algunas en sus bolsillos.
Regresan uno a su casa tras la cuchilla, el otro al rancho de adobe en la lomada, bajo el frondoso ombú de grueso tronco, a la vera de la quinta de mandarinas, hermanados en su compañerismo para una aventura, y sus almitas no contaminadas aún por egoísmos ni por los avatares y responsabilidades que impone en su transcurrir la vida de los adultos.
Fue un día pleno, disfrutado intensamente, y volver a casa con rasguños é hilitos de sangre seca en la piel, con abundantes rosetas enganchadas, claveteada toda la ropa con amorseco, y un precioso botín son momentos que quedan registrados en la mente para toda la vida y que solamente los chicos campesinos logran esas vivencias con la intensidad que otorga la posibilidad de experimentarlas en plena naturaleza.
Con el andar de los años, hay veces en que volvemos sin proponernos a recordar la infancia, sintiéndonos capaces de las purezas y de las ternuras de niños. Vuelven como evocados de súbito los inocentes placeres de aquélla edad, en la cual nos conmueve la tórtola que gime, nos regocija una flor arrebatada a la corriente de agua o nos dormimos para soñar con los nidos, como quien busca embriagar el alma con un perfume que mantuviese vivos los recuerdos, porque la campiña tiene alma, se presiente, es parecida al alma de las personas que es un soplo vital según la Biblia, esa sustancia inmaterial e inmortal que constituye la esencia del hombre.
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