Como un faro...
¿Querés manejar?... Tomá las riendas...
¡Qué profundo placer sentí la primera vez que me las ofreciste! Ahí entendí que me decías:
Ya vas siendo grandecito... Es tiempo de adquirir responsabilidades...
Y el manso caballo del sulky, acostumbrado al rutinario camino hacia el pueblo, casi no requería manejo, pero tener las riendas en una mano y en la otra el arreador que nunca usaba, pues un simple chasquido con los labios era suficiente para apurar la marcha, o un "sssssshhh" para que el caballo se detuviera ante una leve tensión de las riendas, era como ingresar al mundo de los adultos.
Después, aprender a cabalgar para ir a la escuela los 10 kilómetros diarios, de a poco como se ordeñan las vacas, cavar la tierra para la huerta y, con un piolín y dos palitos en sus extremos, hacer que el plantío esté en línea recta; carpir yuyos, y cuando hubo verduras para cosechar, como al descuido, me decías:
Andá a cortar unas lechugas y algunos pepinos para la ensalada... de esos que vos plantaste...
Así me enseñabas a recoger el fruto de "mi" trabajo.
Me explicaste qué son las religiones y para qué sirven, a respetarlas y a atesorar nuestras tradiciones ancestrales. Así me guiabas en mi formación, en la elección de lecturas adecuadas para cada edad que iba transitando, que te preocupabas en proporcionarme y que tanto me sirvieron.
Cuando ya adolescente, melancólico, solía aislarme. Algunas veces sorprendía un guiño o una mirada cómplice con mamá, comprendiendo y respetando mis silencios. Ahora entiendo por qué, a veces, cuando levantaba la vista, encontraba tus ojos observándome. ¿Qué pensabas? ¿Qué esperanzas o ilusiones tejías en tus sueños respecto a tu hijo que se estaba haciendo hombre?
Muchas veces me hablaste de nuestros ancestros, de nuestra historia de familia de agricultores, de tu padre herrero que quedó en la vieja Ucrania, y me enseñabas que no hay nada más noble ni más digno que "meter las manos en la tierra" para obtener nuestro sustento. ¡Amabas nuestra tierra entrerriana! ¡Cómo la amabas! Quizás porque te resultó tan difícil conseguirla... Recuerdo aquella vez en que, cabalgando juntos por el campo, me dijiste:
Cuando veas un hombre de bombachas y alpargatas, respetalo. Esas son nuestras raíces. (Demoré en darme cuenta de la intención de humana humildad en esos comentarios... ¡tan tuyos!)
Cuando partí del hogar y me llevabas en el sulky hacia la ruta donde debía abordar el colectivo hacia la gran ciudad, íbamos silenciosos, pero en la oscuridad de la noche, a la luz de las estrellas, alcancé a percibir un suspiro tuyo. Solo ese suspiro fue tu mensaje... ¡y qué fuerza me transmitió!
Cuando regresé, con un bagaje de experiencias vividas, casado, con una hija y un hijo, me dediqué a velar por vos y mamá, y a disfrutarte. Y recién entendí por qué nunca me importó que no fueras rico. Entendí cuál era tu verdadera riqueza. Me dediqué a brindarte tiempo... todo el tiempo que podía. A escucharte para que me cuentes las cosas que te han regocijado y las que más te han dolido.
Yo ansiaba, desde el fondo de mi alma, que no cometieras la tontería de morirte, justo ahora, porque el resto sería nuestra mejor parte.
Mis más hermosos recuerdos de vivencias que compartimos proyectan su luz, COMO UN FARO, hacia el futuro y los experimento en todas las etapas felices de mi vida. Nunca olvidaré la imagen de aquella vez en que, aproximándome a tu casa, te observé caminar, en el ocaso de tu vida, tomado de la mano de mamá y pensé... Están recorriendo juntos, muy despacio, como estirando el tiempo, los últimos tramos de sus existencias...
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