Francisco de Goya y Lucientes era hijo del maestro dorador de Fuendetodos (Zaragoza) D. José Goya. Como no había sido precisamente un triunfador en la vida, don José cifraba todas sus esperanzas en el pequeño Paco quien desde siempre había demostrado una precocidad y un talento fuera de lo común y todas estas características lo señalaban como un futuro triunfador.
Pero si el ignaro campesino no pudo progresar mucho en la enseñanza elemental que en su pequeño pueblo se impartía, al menos la escuela le otorgó algo sumamente valioso como fue la amistad de quien sería inseparable compañero de andanzas de toda la vida; Martín Zapater.
La vida ociosa en los largos días sin matices en su mísera aldea natal, Fuendetodos, no le había impedido llenar papeles de dibujos, con el impulso incontenible de reproducir imágenes que la naturaleza o la labor humana le ofrecían. Así fue entonces que ese ejercitar la mano y la mente, este autodidacta juvenil, decidió dedicarse a la pintura.
Ciertamente que no era ese el mejor momento para dedicarse a un arte que en España había desaparecido como tal. El público amante del arte consumía y valoraba las obras extranjeras como las francesas o italianas.
El momento de don Francisco de Goya estaba próximo, y debo decir que felizmente no se había tentado por la mediocre tarea que realizaban sus compatriotas de copiar las obras de los grandes artistas extranjeros. Sería Goya un pintor único e insuperable, para mayor gloria de España.
Comenzó por registrarse como alumno de D. José Lujan y Martínez que se ganaba la vida enseñando, pero era también de los que para sobrevivir copiaban obras de maestros extranjeros, sin embargo, era un hábil dibujante y poseedor de una técnica correcta y de buena escuela. Pero Goya se aburría mientras trabajaba en yesos y copias, por lo que decidió (sin abandonar a su viejo maestro) incorporarse a la escuela de dibujo que fundara el escultor Juan Ramírez donde se va familiarizando con el cuerpo humano y sus detalles. Debo aclarar que el estudio del cuerpo desnudo estaba rigurosamente vedado en España y cuando el Tribunal de la Inquisición intervino su taller, en el que se utilizaban modelos femeninos venidos de Italia, sólo la reputación de Ramírez, de hombre honrado y piadoso, lo salvó del duro castigo que a los ojos del tribunal merecía.
Fue en el taller de su primer maestro, Luján, donde Goya comenzó a usar los colores, imitando a su maestro, que a su vez los había tomado de la paleta del veneciano Giambattista Tiépolo durante el tiempo en que este se radicó en España.
Cuando Goya abandonaba el taller luego de una larga jornada, se dirigía a una de las tabernas cercanas para beber y bailar con las muchachas que frecuentaban el lugar.
En algunas ocasiones asistía a lecciones de esgrima, desperdiciando sus horas libres en prácticas de duelo que lo fueron transformando en uno de los más grandes espadachines de Aragón.
En otras se dedicaba a otra de sus pasiones: los toros, arte en el que también se destacó por su coraje y como matador por su certera estocada. Gracias a esta actividad secundaria, recibía muy buen dinero, lo que le permitía vestir como un aristócrata.
Allí, en el café Diablo, entre putas, buen vino y jerez, tirando los dados o toreando en el ruedo, Goya fue haciendo su personalidad en el goce de la vida y la libertad
Por las tardes, casi entrada la noche, ajustaba la infaltable espada y su sombrero de grandes alas y partía a la taberna. Aquella tarde se encontraba muy concurrida, pero halló una mesa un poco arrinconada pero desocupada. Se sentó y ordenó un pichel (vaso alto de estaño con tapa con bisagra) de vino clarete. En una mirada a su alrededor solo distinguió a un conocido poeta en conversación con una muchacha morena. Varias mesas estaban ocupadas por oficiales de la guardia, en su mayoría castellanos, no muy apreciados por los aragoneses.
Una pareja que se hallaba en una mesa vecina, atrajo la atención de Goya, quien no pudo menos que hacer una mueca de desagrado al reconocer al hombre. Don Luís Muñoza, un noble, hijo de la ciudad, teniente del Tercer Regimiento de Infantería, compuesto en su mayoría por castellanos, razón por la cual Muñoza no era bien visto en Zaragoza. Era a la vez sobrino del Gran Inquisidor de la ciudad, hecho que no lo hacía precisamente más simpático.
Acompañado por una muchacha – no de clase precisamente- pero muy bella, Goya no podía apartar sus ojos de ella. De largos cabellos rojizos cayendo en ondulante cascada, grandes ojos verde-esmeralda, mostraba sus hombros descubiertos y una blusa de indiscreta transparencia. Ella advirtió el interés con el que Goya la miraba de manera tan insistente y en un descuido de su acompañante, respondió a Goya con una prometedora sonrisa.
Goya no solo deseaba, como buen camorrista, enamorar a la dama, sino también si era posible, humillar a don Luís. Goya en respuesta a la sonrisa de la joven, levantó su pichel y brindó por ella, bebiendo luego lentamente y mirando de reojo como respondía la dama. Esta se inclinó hacia delante, dejando visible su pronunciado escote y también su interior, en respuesta a la galantería de su admirador, en una especie de reverencia.
Pero a su compañero no se le pasaron por alto los gestos y sonrisas y advirtió a la joven, llamada Beatriz, sobre su comportamiento. De inmediato se entabló un diálogo entre los contrincantes, como cabía esperar
-Beatriz me prefiere- dijo Goya- y cuanto más balbucea usted, más aprecio su buen gusto.
Los dos hombres se pusieron de pié en forma simultánea, y la espada que ceñía Goya indujo al oficial a arrojarle los guantes en señal de desafío. Los demás oficiales acuden a apoyar a don Luís, mientras que Goya se ve totalmente solo ya que nadie osaría prestar apoyo a quién habría de medirse con el sobrino del Gran Inquisidor del Santo Oficio.
Beatriz se deleitaba con un posible duelo cuyo premio era ella misma.
El amigo poeta recriminó a Goya sobre su provocación, pero este, que sentía latir su corazón presto para la acción, le respondió: -A este caballerete será necesario darle una lección, por arrogante y estúpido-
Don Luís, ante este nuevo desafío, intentaba desasirse de sus amigos que lo contenían con intenciones de atacar al ofensor, mientras el poeta le decía a Goya- Estás en un error Paco-murmurándole al oído-Es un afamado espadachín-
-Pues lo verificaremos- respondió el pintor y diciéndole a don Luís -¿Resolvemos el asunto?
Ya resuelto el lance, ambos contendores se dirigieron a un patio interior, mas una multitud que se congregó y que marchaba detrás de los oficiales. Detrás de todos marchaba Goya, solo.
Un capitán se le acercó inquiriéndole sobre su padrino, a lo que Goya se encogió de hombros dando a entender que no lo tenía. Le fue asignado un oficial que de mala manera aceptó apadrinar al civil.
El duelo se inició cautelosamente, entrechocando las espadas. De inmediato Goya advirtió que la de don Luís tenía una pulgada y media más de larga que la suya, pero, no tuvo tiempo de reflexionar sobre esa aparente ventaja porque el joven Paco debió esquivar un ataque lanzado a fondo moviendo su espada y desviando una estocada
Pero don Luís no cejaba en su intento de dejar una marca en su adversario o darle muerte. Volvió al ataque con otra estocada a la cabeza de Goya, por lo que este debió saltar hacia atrás moviendo a risa a los tensos espectadores, pero provocando la ira del joven pintor. Un tercer intento de don Luís fue desviado con esfuerzo. Sin duda se las estaba viendo con alguien que sabía manejar la espada.
La riña se prolongó por largo tiempo, quedando de manifiesto el recíproco resentimiento. Goya debía extremar su innegable habilidad, pero, repentinamente se decidió y envió a su adversario una serie de estocadas, que, repelidas por su contrincante, le permitieron encontrar un punto desguarnecido dirigiendo entonces el acero hacia el cuello de su adversario, que resultó levemente tocado. Esto desequilibró a Muñoza. De allí a una inesperada estocada fue todo cuestión de segundos; la hoja de Goya desapareció a la izquierda de su abdomen del que comenzó a salir sangre a borbotones. Cayó doblado al suelo, mientras su heridor limpiaba la espada en la camisa del caído.
Goya había cometido un tremendo error, debía huir y un ángel protector, encarnado en Beatriz, actuó al tomarlo del brazo y sacarlo de allí.
Por oscuras y retorcidas callejuelas huían a la carrera, bajo una luna que iluminaba la fuga. Nada podía salvarlo de una muerte segura, ya fuera cayendo en manos de los amigos del herido, o ya arrestado por el Tribunal Inquisitorial. Abandonó Zaragoza con la ayuda de su amigo Zapater, que lo auxilió con un atado de ropas y un seguro refugio en la ciudad de Madrid, donde su salvador tenía una casa.
Si la suerte no hubiera estado de su parte, el mundo hubiera perdido la posibilidad de conocer a un genio de la pintura universal, incluso conocer los varios episodios como este que marcaron la vida aventurera de don Francisco de Goya y Lucientes.
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