En medio de la noche, cuando arrecia la melancolía y la esquiva paciencia, alguien anima la lumbre, enciende un cigarrillo, se sirve una copa de vino, o un café o más modestamente ceba un mate. Entonces, toma una birome o encara la veterana máquina de escribir o el teclado de una notebook y desafía a los recuerdos, o las resonancias o las sensaciones o las imágenes, una especie de relevación que desde su interior interpela el pensamiento, para finalmente procurar hilvanas las palabras y conformar así un texto.
Ese alguien, sabe a conciencia que ese intento, (mal) logrado a veces, conseguido otras tantas, obtenido a partir de las visiones que exceden a lo materialmente visto, es probable que no tenga otro destino que algún cajón o el deleite onanista de leerse a si mismo. O en el mejor (menos común) de los casos, que algún otro alguien lo lea.
Ese personaje ambicioso y, en parte, excesivamente optimista (aunque todo haga presumir que ello es un error de la inconsciencia) en función de aquella ardiente paciencia que Neruda tomaba de Rimbaud, “para entrar a las espléndidas ciudades” es, como Juan Meneguin, un poeta.
Juan Meneguin nació en Concordia en 1958, cuando asolaba una de las dictaduras habituales de Argentina en el siglo XX y amanecía un gobierno democrático condenado desde el inicio a naufragar. Fue gurí cuando otra dictadura interrumpía un débil gobierno para disponer el oscurantismo cultural. Fue joven cuando la más sangrienta dictadura arrasó con una generación. Fue soldado de sentimientos y convicciones irredentas cuando esa misma dictadura intentó jugar a la guerra con el conde sangriento y trasandino para algunos años después en busca de evitar tener que desandar el camino del oprobio, inmolar a otra generación en una demencial aventura austral.
Pero, Juan Meneguin desde 1958 fue y es poeta. Un poeta que como proponía Rilke, describe sus tristezas y deseos; refleja las cosas de su entorno, las imágenes de sus sueños y los objetos de sus recuerdos. O como el mismo afirma ese lugar “donde el pasado nunca termina de pasar”.
Entonces, de los poemas de Juan, se desglosa el tren que pasaba por las vías detrás del hospital a dos cuadras de su casa de calle Zorraquín; los puentes del Yuquerí Chico donde con otros gurises iban a pasar las siestas; las noches claras en las que, parafraseando a la película, se ve hasta siempre, pero fundamentalmente se observan las estrellas y las constelaciones que empequeñecen aún más al universo infinitamente menor que es el hombre.
Su más reciente poemario es “Astronomía para nictálopes” (me resisto a hablar del último, porque suena a final, y la humanidad necesita que poetas como Juan sigan publicando para mantener, aunque con las lógicas reservas de la duda, alguna esperanza en el infortunio programado actual). Entonces, en “Astronomía para nictálopes”, una compilación de cinco libros que por designios del editor redujo de 300 a 200 páginas, de sus poemas entre 1997 y 2003, Juan aborda “la cuestión del hombre con la naturaleza, la relación apocalíptica que tenemos con nuestra propia vida, las pérdidas… Siempre la poesía habla de pérdidas”.
En sus poemas, por aquello que uno es lo que ha leído, escuchado o visto, hay mucho de infancia, de barrio, del retrato a los dieciséis años del tío Oscar que renunció a la mundana vida artística de la élite porteña por seguir pintando en su taller en la casa de Lola y regalar a la ciudad esculturas urbanas. El Chevy y el taller del Chicho. Y Ceratto, fosforito Egel, el santo Andrés Servin, Miguelito, y el Chino Cabrera, entre las constelaciones barriales. Está la voz cavernosa de Nick Cave, con su asociado desgarro y la pronunciación amarga y aguardentosa de los versos de Leonard Cohen (Ah, Chelsea Hotel). La dureza del sueño americano derruido de Sherwood Anderson y de la generación beat de Jack Kerouac, o William Burroughs o Allen Ginsberg o J.D. Salinger o John Kenneth Toole.
Pero también está el río y Juan L., y el Entre Ríos de Alfonso Sola González, y Marta Zamarripa. Y Mastronardi, Madariaga y Calveyra, con el respeto por el “derivar de los poetas vivos”, al decir de Miguel Ángel Federik en el conceptuoso y entrañable prólogo denominado “Para Juan Meneguin y los nictálopes”. La huella de Cavafis y Elytis, desde Grecia o el mismo T.S. Eliot o los poetas latinoamericanos que en la juventud insuflaron de matices, ilusiones y deseos eróticos y revolucionarios a una generación que se fue desangrando por la execrable función del poder y lo desharrapado del sentimiento.
Como alguien dijo que cada poeta debe ser un centro de gravedad y no un asteroide des brujulado en busca de un satélite, en los poemas de Juan se vislumbra la samsara, al decir de Federik “autobiografía real-mental-ascendente que discurre en una flecha temporal regresiva hacia el inicio de sus comprensiones en las que ejercita sus inventarios desde lo íntimo a lo cósmico, desde celebraciones de costumbres domésticas a la crítica social de estos tiempos” (porque como afirma Meneguin, “toda la poesía profunda es comprometida. Toda gran poesía es social”)
En este punto también hay mucho en los poemas de Juan. Como dice su amigo Federik, “los velos sutiles o las alas de su finísima nostalgia es propia de quien habla ante un reino de destrucciones”. Destrucciones que no se reducen al cataclismo anunciado, sino a las persistentes realidades geográficas, sociales y humanas que “han dejado de existir”. Por otra parte, la necesaria está referencia a aquellos escritores rusos que subyacen en la poética inconscientemente y a la ciencia ficción que desde Metrópolis y Philip Dick y Bradbury anunciaban el colapso y el apocalipsis programado y Tarkovsky, por qué no, con su “Solaris”, homenaje a Stanislaw Lew, y “Stalker” pero también “El Sacrificio” y la “Nostalgia” que tienen mucho de designio y de legado.
Y está el jazz (en delicado vinilo), heredero elegante del marginal y subterráneo blues, transformándose en la música de los deseos de los blancos. Y Birland del ´62 (que todavía estaba en Broadway) con Charlie Parker y Miles Davis y Thelonious Monk y John Coltrane, el disfrute de esos blancos a los que nunca les importó que el lamento por la opresión y la dominación que los negros lloraban en los campos del sur y en la New Orleans francesa, prostibularia y fluvial se convirtiera en una música identitaria y definida.
“Religión de Misterios” (1999) le posibilitó obtener el Fray Mocho. Además Meneguin había publicado “Ragas en la niebla” (1991), “Papel España” (1996), “Ragas” (2006) y “Cuando mi padre comía flores y otros poemas” (2012).
Juan Meneguin había publicado “Cantos apocalípticos” (1987), su libro iniciático. A propósito de este libro, Francisco Tomat Guido había afirmado “la tensión extraordinaria del lenguaje de Juan Meneguin procede de una voluntad lanzada al encuentro de nuestros infinitos, los mas secretos, los más temibles y, asimismo, el poeta lo sabe, los más irrisorios, en busca siempre de otro infinito: la esperanza del hombre en su proporción justa y humana. Sobre todo, humana.” En esa búsqueda de los infinitos, Juan utiliza el telescopio “para mirarse hacia adentro. Quien mira afuera está mirando su propia interioridad. (…) El descubrimiento del universo exterior es el descubrimiento del interior”. Y en esas noches de observancia y docencia, es espectador del universo y del hombre minúsculo.
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