La monturita inglesa
En esas lánguidas tardes de fin de verano en que el sol comienza a ocultarse tiñendo el horizonte con una policromía de colores que se van apagando lentamente, en que se sienten los perfumes de las madreselvas que se expanden por todo el patio de tierra, recién regado para refrescar un poco el caldeado ambiente, con ese típico olorcito a tierra mojada, y empiezan a abrirse las grandes flores blancas de la enredadera que cubre parte del tejido que rodea la casa, las “dama de noche”, como grandes embudos a los que acuden mariposas nocturnas a libar el néctar desarrollando su larga lengua negra cual aguja que perfora el corazón de la flor.
Habiendo cumplimentado las tareas que la rutina diaria imponía y que consistía en encerrar los terneros en el chiquero, mientras las vacas se acostaban cerca o en el corral a rumiar lentamente su alimento ingerido durante el día, esperando la mañana temprano para reunirse con sus crías luego de la ordeñada, juntar los huevos en los diversos nidales que a veces elegían las gallinas para poner y aunque se los destruyese, volvían al lugar, no siempre muy accesible, pues hubo nidales entre matas espinosas al que invariablemente retornaban, juntar leña o marlos para encender el fuego para la cena y cerrar la canilla del patio que mediante una canaleta llevaba el agua necesaria para que la tierra de la huerta se mantuviera húmeda y todas las verduras y hortalizas allí cultivadas no las quemaran los fuertes soles.
Atareada en esos menesteres estaba la dueña de casa con su hijito de siete años que trataba de brindar ayuda, la que con toda paciencia su mamá aceptaba enseñándole cómo desempeñar esos elementales quehaceres domésticos, mientras esperaban el regreso de su papá del pueblo distante diez kilómetros donde concurría invariablemente una ó dos veces por semana pues integraba la comisión directiva de la cooperativa agrícola que nucleaba a todos los colonos que canalizaban toda su producción. Ya entrada la noche, el perro de la casa que dormitaba su aburrimiento en la puertita del patio, levanta la cabeza parando las orejas y sale corriendo hacia el portón de la calle moviendo alegremente la cola.
- Ahí viene papá!!! - exclama entusiasmado el niño al ver la actitud del perro - ¡Voy a abrirle el portón!!
- Bueno... tené cuidado que ya está oscuro...
A los pocos minutos se oyó el trotar del caballo del sulky que al entrar por el portón se detuvo, mientras el pequeño lo cerraba y subía ágilmente al vehículo recibiendo de su papá las riendas para manejar “un poquito” desde la calle vecinal hasta el galpón donde desatarían al caballo y guardarían los arreos.
A la luz de una luna llena que iluminaba el patio descendieron del sulky y mientras la señora descargaba las compras realizadas, su esposo llevaba el caballo hasta el bebedero del corral para que abreve y con un balde arrojaba agua en el lomo del sudoroso y manso animal antes de soltarlo, el que al sentirse libre se acostó y comenzó a revolcarse varias veces en el pasto del potrero. Así, entre los tres entraron a la casa donde el farol “sol de noche” brindaba una fuerte luz en la amplia cocina, con la bolsa del pan aún tibio u crocante despidiendo un característico aroma, la carne que fué colgada en la fiambrera en el patio en una rama del ciprés grande y los distintos artículos de almacén que habían sido traídos en el “cajón” del sulky, bajo la tabla del asiento, los periódicos y la correspondencia de familiares, entre las que había una carta del hermano mayor de la señora que vivía en la provincia de Corrientes y que hacía un par de años que no se veían. Sabían que en una colonia tenían un almacén de ramos generales, surtidos de combustible y acopiaba, generalmente en canje por artículos comestibles, lo que se denominaba “frutos del país”, consistente entre otras cosas, en cueros de animales de todo tipo, y en alguna oportunidad narrara de sus incursiones en el campo correntino y en zona denominada “el malezal”, anegadiza lindera a los esteros del Iberá por varios días.
Esta carta fué leída en voz alta, con gran emoción, por la señora que con alegría pensaba que en un par de semanas podría abrazar a uno de sus siete hermanos que se alejó de la colonia al contraer matrimonio buscando, igual que el resto de sus hermanos, nuevos horizontes donde desarrollar su vida y formar su familia.
La buena nueva de esa carta cambió el ritmo de la casa. Al otro día comenzaron los preparativos para recibir tan ansiadas visitas, despertando grandes expectativas en el pequeño y preguntas que no cesaban, sobre cómo eran esos tíos prácticamente desconocidos y los dos primos, uno de su edad y otro mayor.
El dueño de casa decidió que había que blanquear las dos habitaciones que necesitaban pintura y que desde hacía un tiempo venía postergando, y reservar algún cordero de la majadita para agasajar a las visitas con un asado diferente del que de vez en cuando se hacía ante algún acontecimiento fuera de la rutina, y sería realmente bueno poder brindarles un vinito casero de su parra de uva “chinche”.
Para la dueña de casa que se preciaba de hábil en la cocina era, de todos modos, la mayor responsabilidad de preparar los manjares diarios, por lo que encerró en la jaula los mejores pollos con la ayuda de los perros a los que sólo había que indicarles cuál debían agarrar y los tomaban, sin morderlos apretándolos con sus patas hasta retirarlos.
Se dió a la tarea de hacer varios tipos de dulces con frutas de estación de los árboles del patio, higos, duraznos,y especialmente uno de pétalos de rosas muy suave y delicado. Además, masitas caseras y una torta que hacía en la olla “Portnoy” sobre el calentador “Primus”,
Llegó el día indicado en la carta y desde temprano crecía la espectativa. A media mañana, mientras el chico se entretenía tratando de sacar alguna araña de su escondrijo con una piolita y una bolita de jabón en un extremo que introducía en el agujerito del suelo,moviéndolo hasta sentir que la araña enojada se prendía y con un tirón sacarla, comenzó a escuchar el ruido del motor de un automóvil, cosa nada habitual en los caminos vecinales de la colonia, exclamando:
- ¡Mamá!!! Ya vienen!... -corriendo a abrir el portón del patio que daba a la calle.
A los pocos minutos entraba el automóvil de los tíos, un enorme Chevrolet modelo cuarenta, negro, con muchos cromados...
Grande fue la emoción y los abrazos del reencuentro tan ansiado! Hasta hubo lágrimas de alegría y regocijo al volver a tener el placer de compartir entre hermanos, tantas ausencias.
Hubo regalitos para todos, habiendo dejado el automóvil dentro del galpón desalojando al sulky y al carro... Y fueron días compartidos intensamente, largas mateadas, en las que no faltaron las evocaciones de sus infancias compartidas, su juventud, los bailes y fiestas en la colonia y en algún momento la pregunta del hermano, confidencial, por alguna novia que fué...hacía tántos años! Se casó? Qué fue de su vida...?
Los dos chicos visitantes trajeron en el auto una bicicletita con la que daban vueltas en el patio ante la mirada atónita de su primito, pues era la primera vez que veía una bicicleta. ¡Qué linda que es! ¡Qué colores brillantes! No se animaba a tocarla siquiera. Una mañana salieron a dar un paseo por el camino vecinal, alejándose hacia una altura donde no había tanta arena, y mientras su primo pedaleaba, corría a su lado devorándola con los ojos. En un momento le ofreció:
- ¿Querés dar una vuelta?
- Quién, ¿yo?
- Claro, sonso... probá!
Saltar y montar en pelo a la petiza malacara era cosa de todos los días, si bien alguna vez un caballo lo volteó por tener la cincha floja, pero subir a una bicicleta...No había tiempo para dudas, la ansiedad lo devoraba, y tomando el manubrio con ambas manos levantó un pié dando un saltito, golpeándose donde no debía... pero apretando los labios y disimulando todo lo que pudo, trató de lograr equilibrio al poner ambos pies en los pedales, intentando varias veces, sin lograrlo, por lo que su primito lo tomó detrás del asiento, sosteniéndolo y así pudo recorrer un trecho bastante largo, hasta el bajito del arenal. No tuvo la precaución de preguntar cómo se frenaba, por lo que terminó en el suelo lleno de arena.
Por las noches las tertuluias eran prolongadas, se hilvanaban recuerdos y comentaban logros y fracasos de sus respectivas actividades, de política, de la vida en las colonias, de la idiosincrasia de las personas de Corrientes, tan particular y diferente a las modalidades y costumbres entrerrianas, de su indumentaria y hábitos de vida. Relataba la tía como actitudes de destacar que cuando fallecía alguna persona en su colonia, s era común contratar lloronas, eran mujeres que concurrían a los velorios para “llorar al finado” con mucho énfasis y así lograr que “el Supremo” se apiade y reciba su alma, pero también para impresionar un poco a acompañantes y vecinos... Relató que cuando veían venir algún cortejo fúnebre que pasaría frente a su almacén, cerraban las puertas y se descubrían con mucho respeto hasta que pasaran. Había veces que gente muy humilde y sin otros recursos, depositaban el cuerpo del fallecido sobre un cuero seco de vacuno que atado a la cincha de un jinete era conducido al cementerio. Como la dueña del almacén era muy conocida en la zona, siendo clientes de “fiado” todas esas personas, era muy querida y respetada pues nunca negaba un favor cuando le fuera requerido, al enfrentar su negocio el cortejo con las lloronas en toda su estridencia, suspendían los llantos y muy alegremente la saludaban con las manos y pañuelos:
- ¡Adiós doña Fermina!!...
Prosiguiendo su marcha sumidas en llantos y alaridos de lo más acongojados y desgarrantes...
Los días de estadía de las visitas, como todo en la vida toca a su fin, por lo que llegó el momento de aprontar todas las cosas y cargar el auto. El tío revisas el agua y el aceite, levantando medio capot a ambos lados del motor. Daba la sensación que eran un par de alas negras en la fantasía del chico campesino.
El día de la partida todos se levantaron temprano, y al entrar el dueño de casa del corral de la ordeñada, ya estaba el auto cargado y en marcha para calentar el motor, y todos se preparaban para despedirse, cuando el tío Alejandro manifestó con potente vos un tanto imperativa:
- Un momentito... antes de irnos, tengo algo para mi sobrino. Le traje de mi negocio un regalito que le dejaré como recuerdo.
Y abriendo el baúl del auto, extrajo una monturita inglesa, de color suela, brillante, con estribos cromados que brillaron al sol... extendiéndosela al chico.
Con los ojos muy abiertos, inmóvil, sin poder articular palabra miraba esa montura, esa maravilla que su tío le alcanzaba. ¿Era real? ¿Era para él? No.… no lo podía creer... No atinaba a moverse, sentía como que sus pies se habían pegado al suelo del patio de su casa y que su corazoncito quería escapársele del pecho, que la emoción lo ahogaba...
- Tomala, m’hijito... es para vos....
Escuchó la voz de su tío como entre sueños. Tuvo que tomar la monturita su papá pues la emoción no le permitió levantar sus brazos. En su mente infantil surgían imágenes fugaces, se veía montando con “su”monturita inglesa, yendo a la escuela, ensillando y desensillando, ajustando la cincha blanquísima, comparándola con su bastito y cojinillo... Cuando lo vieran sus compañeros... sería el único con una monturita inglesa... ¡Y nuevita!
Un lagrimón se deslizó por su mejilla, hasta que haciendo un esfuerzo abrazó la montura y apoyando su carita en ella se encaminó hacia la casa, sin despedirse, ante las sonrisas enternecidas de sus tíos y primos...
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