Mi pago chico
En los pueblitos de campaña donde casi todos los días transcurren iguales, un poco tediosos y rutinarios, siempre hay situaciones en que, sobre todo la juventud, se ingenia para romper la monotonía.
Hay sectores de la población que, ya sea por tradición familiar heredada o simplemente por simple afán de superación, tienen formaciones culturales o literarias que de una u otra manera trascienden el diario vivir, ya sea estudiando, escribiendo, organizando veladas literarias o elencos teatrales de aficionados, tratando de canalizar inquietudes que con las limitaciones del lugar se manifiestan de diversas maneras. Esos sectores de población son fácilmente identificables si al ingresar a un domicilio se observa una biblioteca en “la sala” de la casa. Otros sectores cuyas preferencias son reuniones en casa de amigos para jugar a la lotería, o concurriendo a un bar del pueblo a tomar “un aperitivo”, a escondidas de la autoridad policial, generalmente el agente de policía conocido y amigo de todos, que tenía la misión de mantener el orden, mientras “se porten bien”, y siendo menores de edad, permitía ciertas licencias, como la permanencia en dichos locales hasta ciertas horas de la noche, donde también se jugaba al billar, mientras en un rincón, ante una mesita de chapa con patas plegadizas sentados en sillas del mismo tipo, jugaban al truco o al codillo los mayores, que sorprendían con sonoras risotadas en determinados momentos del juego al descubrir “las mentiras” al cantar un envido!! Eran vecinos del pueblito o llegados de la colonia en caballos, que dormitaban largas horas atados a la cadena tendida entre dos viejos postes de ñandubay frente al bar. A veces los milicos tenían más trabajo cuando algún vecino denunciaba el robo de algunas gallinas encerrando en el único calabozo al presunto culpable o se le obligaba a bombear agua hasta llenar el tanque de la comisaría por horas, a pleno rayo de sol. Mayor esfuerzo exigía a la autoridad policial descubrir la desaparición de algún animal vacuno y no siempre longeando cueros en las carnicerías se descubrían culpables ...
Raras veces aparecía, de paso, algún guitarrero o payador que recalaba en alguno de los barcitos del pueblo acercándose curiosos que no siempre ingresaban, sólo miraban desde la vereda, al que se lo escuchaba con respetuoso silencio, pagándole “las copas” cuando complacía algún ocasional pedido o tema de interpretación, y consumía salame, queso y galleta que solícito el propietario del local atendía.
Para las fiestas, bailes o serenatas de fin de año, en que un reducido grupo de jóvenes del lugar recorría las casas de los vecinos saludando y esperanzados en ser convidados con una cerveza que no siempre estaba fría y hacía sus estragos..., era conocido y estimado por todos Julio Munich con su acordeón, que sin hacerse rogar encabezaba el conjunto, y previa dedicatoria, arremetía con un chamamé o un pasoboble aprendidos a tocar “de oído”.
Como era habitual en las ciudades en que la juventud se reunía en las plazas a dar “la vuelta del perro”, en el pueblo, a falta de plaza se salía a caminar de un extremo al otro por la calle central los sábados y domingos por la tarde, a veces se extendían hasta la cercana ruta 14, distante unos mil metros, de un lado los caballeros y en sentido contrario las damas, naciendo simpatías y sonrisas disimuladas, miradas insinuantes, que provocaban sonrojos y que aceleren los ritmos cardíacos... y la forma de comunicarse era dejando caer distraídamente una cartita que prestamente era recogida o tener un lugar convenido donde dejar esa “correspondencia”, pero donde se develaban esos sentimientos era en los bailes, en que bailar juntos
casi toda la noche era motivo de suspicacias y comentarios...
Para los carnavales se improvisaban pequeñas murgas en las que se atrevían a aparecer con rudimentarios disfraces y con antifaces o caretas jocosas personajes y vecinos que habitualmente eran personas “serias” o señoras que amparadas en el anonimato y fingiendo voces chillonas, hacían todo tipo de cabriolas arrancando sonrisas a los asistentes que concurrían con sus faroles “sol de noche” y que con toda picardía citaban los chismes sociales mas picantes en voz alta provocando el escándalo de “las viejas” e invitando a bailar tomándole osadamente las manos a esos señores circunspectos que se sentían ridiculizados y al que todos aplaudían. Cuando avanzaban las horas y los efectos etílicos se hacían sentir, arreciaban los comentarios por parte de las mascaritas de intimidades pueblerinas que todos “sospechaban” pero nadie comentaba... y era notoria la marcada ausencia de muchos de los presentes...
Generalmente en estas pequeñas localidades de provincia suelen haber típicos personajes que casi siempre provocan la nota cómica con su sola presencia o con sus ocurrencias, ingenuos y sin dañar a nadie, que por repetidos son mirados con indiferencia a veces, o con simpatía otras. Entre esos personajes había uno que durante muchos años fué muy popular y vivía de la dádiva de la gente, generalmente monedas de los vecinos o los colonos que concurrían al pueblo en sus sulkys por sus asuntos. Se llamaba Lorenzo, e invariablemente iba a la estación del ferrocarril en los horarios de llegada del tren que hacía el recorrido Buenos Aires - Encarnación (Paraguay) conocido como el internacional. Cada vez que arribaba algún pasajero a la estación Pedernal, Lorenzo se ofrecía solícito para traer las valijas hasta el pueblo, distante unas tres o cuatro cuadras de terreno descampado e irregular; se lo veía caminar con cierta torpeza, tomando varios descansos en el trayecto. Cierta vez en que llegó de visita mi tía María, contrató a Lorenzo para que le lleve la valija, y al llegar a destino, en vez de las monedas habituales le entregó un peso! A Lorenzo le brillaron los ojos de contento expresándole: “Che María, tenés que venir más seguido a visitar tus parientes...”
Yo recuerdo a Lorenzo siendo una persona de edad avanzada, pero se comentaba en la colonia que muchos años atrás se le conoció compañera llamada Vicenta. En sus años mozos hacía changas en el campo, teniendo un ranchito en campo de algún colono. Contaban que en cierta ocasión la señora de un colono había echado una clueca sobre huevos de ganso, los que no eclosionaron pudriéndose, por lo que los juntó y se los regaló a Lorenzo que agradecido y muy contento se los llevó a su casa. Pasado un tiempo lo encuentra y le pregunta: “Lorenzo, ¿qué tal estaban los huevos que te regalé?” a lo que responde: “Estaban demás lindos, doña. Cuando los rompimos hicieron... paf! Y tenían un olor demás jediondo! Yo los comí con azúcar y la Vicenta con sal...!
Estas diversas situaciones en ambientes rurales son habituales con las consabidas variantes, y a través del tiempo que en su inexorable transcurrir, quedan como anécdotas que suelen ser recordadas por sus pobladores como sucesos naturales, sin malicias y repetidas un par de generaciones hasta que, como tantas vivencias del pago chico, quedan relegadas al olvido.
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