- ¿Llluvia? El viento norte sólo trae polvareda...
La mujer volvió a la cocina con su hijito rubio en brazos, que que comenzaba a largarse a caminar solito, pensando que la sequía estaba trastornando a su marido que casi no conversaba ensimismado durante largas horas. Mirando el campo desde la ventana de su almacén de campaña, apoyando la frente en la reja por donde habitualmente despachaba a los parroquianos, no veía ni una mata de pasto verde en toda la extensión que abarcaba la vista. El trébol y la gramilla habían desaparecido como devorados por un incendio. Raleados matorrales de escobadura y abrojos era la única vegetación sobreviviente, y como hablando consigo mismo murmuró: “Parece que el pozo se está secando... el agua sale sucia...”
El panorama era desolador. Con la sequía se caen todas las hojas de los árboles pero las de paraíso conservan su verdor y los pocos vacunos merodean la casa esperando que les tiren un gajo de paraíso para comerse hasta las ramitas, mientras un par de caballos flacos pasan caminando con las cabezas gachas y sus belfos colgando hacia el arroyo, pero el lecho del mismo es una costra negra sembrada de esqueletos de tarariras y viejas del agua, mientras que en algunos charquitos de agua espesa y podrida, se confundían olvidando sus peleas, desesperados por la sed, los teros, torcazas, cachilos, tijeretas, horneros y demás aves que habitan en los campos, mientras el viento norte, en remolinos, se va llevando el poco pasto seco.
Los clientes que habitualmente realizaban la provista y de paso se tomaban un resuello consumiendo alguna bebida en ocasiones de pasar por el solitario almacén, prácticamente habían desaparecido, Hubo un tiempo en que cada vez que allí se encontraban, efectuaban tertulias en las que comentaban los precios de la hacienda, las andanzas de tal o cual caudillo político o como se presentaba el tiempo para cada temporada de trabajo en el campo. Los pocos viajantes de comercio que llegaban hasta el lugar, hacía tiempo que no venían.
La desesperanza y la nostalgia ocupaban todas las horas, añorando el joven matrimonio su infancia en un país extranjero, que ante situaciones difíciles y por noticias de familiares, decidieron emigrar radicándose con este comercio en medio de una zona donde la pampa fértil ofrecía perspectivas de tranquilidad y progreso.
Distraído en sus cavilaciones, divisa en el horizonte como un puntito que se movía, por lo que alertado, se da cuenta que es un jinete que se aproxima, al paso cansino de su cabalgadura. Al observarlo ya cerca, se pone a ordenar cualquier cosa dentro del local. El recién llegado se apea, ata el cabestro de su zaino negro a la argolla gastada del palenque y echando su chambergo hacia atrás con el cabo del rebenque, se acerca a la reja, bajo el alero de paja brava, guareciéndose del ardiente sol.
- Güenas, don...
- Buenas tardes, señor... ¿Qué se va a servir?
- Véndame una botella e’ caña... y si me da permiso, viá desensillar bajo los paraisos...
- SÍ... use nomás....
Y girando su cinto de rastra bien chapeado, saca el dinero con que abona su compra, encaminándose despacio hacia su caballo, haciendo sonar las nazarenas, yendo hacia la sombra que ofrecían los paraísos del patio.
Pasados unos minutos llega corriendo sofocada y dando fuertes gritos y chillidos la mujer, con los ojos desorbitados y el cabello en desorden, casi sin poder tomar aliento le dice a su marido:
- El nene!!! El nene!!!
- ¿Que le pasa al nene?
- El gaucho matrero... ¡se lo lleva!!
Salieron los dos corriendo al patio y observan a su hijito sentado en el mullido cojinillo sobre el caballo del desconocido y a este llevándolo de las riendas, caminando lentamente, dando un giro por el patio, como paseándolo. El pequeño, al ver a sus padres, agitando una manito y sonriendo los saluda.
- ¡¡Devuélvame a mi hijo!! Chilla la mujer.
- No se asuste, doña... No le ai’ pasar nada... Es que este gringuito rubio de ojitos azules me hace acordar un retoño... ¡hace tánto tiempo!... que no resistí la tentación... No quise faltarle, doña...
Y tomando al niño lo deposita suavemente en el suelo. La madre lo toma en sus brazos y acurrucándolo contra su pecho, con una mirada furiosa al desconocido entra corriendo a la casa.
Desensilla el viajero, atando la presilla del cabestro a la argolla del lazo al que asegura al tronco de un árbol, sentándose a la sombra con los codos apoyados en las rodillas. Con la punta de su facón destapa la botella de caña sorbiendo un prolongado trago, y cachazudamente saca su guayaca con tabaco y se pone a liar un cigarro en chala. Cuando lo enciende, queda como cavilando sobre su existencia errante, con la mirada perdida en la distancia, y quién sabe qué recuerdos acudieron a su mente que lo guiaron, impulsándolo a pasear al “gringuito” rubio en su caballo, como si una vivencia igual en un pasado lejano le hicieran revivir momentos de su vida, conmoviendo su alma solitaria.
A la mañana siguiente, el pulpero abre la ventana de su negocio, observando que bajo la galería, tendido a lo largo sobre el apero, dormía el desconocido, teniendo a su lado la botella de caña, vacía, recostada contra sus botas con las espuelas, asomando apenas el cabo de su facón debajo del cojinillo, al alcance de su mano.. Desde adentro, con los ojos somnolientos y deslumbrado por el resplandor del sol, apoyando la cabeza en las rejas, lo miraba al gaucho, sonriendo a medias, cuando ingresa su señora con el mate, y acercándose al hombre, en un idioma raro, sin cuidarse de ser escuchada, le habla en forma imperativa. Su marido se incorpora lentamente de la reja y tomando un jarro lo llena con agua de una tinaja arrojándola a quien suponían dormido.
Despacito se enderezó el gaucho, como desperezándose satisfecho de haber pasado buena noche, se calzó las botas, ajustó las espuelas, ensilló su zaino negro y lentamente, como sin apuro e indiferente, se acercó a la reja...
Tras ella, el matrimonio aparentando la misma indiferencia, comentaba el calor de aquél verano y los perjuicios que acarrea la sequía. Saludando, tocando apenas el ala de su sombrero, terció el gaucho en la charla, asegurando que aquélla misma noche iba a llover, y como quien en un olvido, se da cuenta, pidió una copa... “pal estribo”...preguntándole al pulpero si no había visto cruzar un mancarrón azulejo, tuerto, con el rabo medio pelado, cuya marca... sacando su filoso facón como para dibujarla en el suelo.
Al ver esa actitud, la mujer se pega a su hombre acercándose a la reja, y con la agilidad de un felino el gaucho la toma de los pelos, partiéndole de un tajo la nariz al marido, que trastabillando va a dar en un banco de cabeza, y a la mujer, muda por el espanto, le dice:
- Y a vos, gringa e’ porra, te perdono la vida por tu hijito, ese inocente no merece quedar guacho tan chiquito... No te lo merecés por tu soberbia!!
Y montando su caballo, lentamente, arrastrando las nazarenas, casi como indiferente, enderezó para el poniente, al trotecito, echado para atrás y bajando levemente el ala del sombrero con el cabo del rebenque, perdiéndose en el horizonte... mientras el viento norte, en remolinos sigue llevándose el poco pasto seco bajo el sol abrasador.
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