Todo un palo: la Argentina racista
José Ingenieros es invitado, allá por 1893, por su cocinera negra -que según dice, se había “ablancado” bastante sus ideas por estar mucho tiempo entre gente blanca,- a observar, ocultos en la habitación contigua- un “baile del santo”.
Era un ritual con el que los afro-descendientes trataban la locura. Un Sacerdote iniciaba las invocaciones para curar al enfermo y una negra de “ardorosa y de costumbres livianas” agrega Ingenieros, comenzaba, contorsionándose, a “bailar el santo” para ahuyentar los mandingas que habían causado la locura. Este intento comunitario de restitución de la razón le parece más salvaje e irracional que el encierro tortuoso que –aunque Pinel- recibían los locos en las cárceles del Cabildo o en los precarios hospitales de Buenos Aires. Para que no queden dudas, dice Ingenieros sin perplejidad, su cocinera negra concluye que el “baile del santo” es una “cosa de negros” (José Ingenieros “La locura en la Argentina”). No sabemos si se trata de una renegación del origen, una identificación con el agresor, o una simulación para adaptarse a un país que había exterminado a los negros, “el elemento africano” que fue “agotado” por las guerras civiles y de la independencia (Ingenieros). De hecho el mismo escritor, camufla su nombre y apellido (Giusepe Ingegnieri) para evitar la xenofobia que soportaban los inmigrantes y-quizá- pertenecer al Jockey Club. A través del eufemismo, el autor silencia la tragedia de los africanos y por medio de su racismo –consideraba inferiores y subhumanos a los negros-justifica su Genocidio. Ese que siguió al de los pueblos originarios que ya agotados por la explotación colonial, reemplazaron para extraer la riqueza que los “civilizados” europeos llevaba a sus Metrópolis para producir la acumulación originaria de capital con la que se nutrió el monstruoso sistema. Hasta Bartolomé de las Casas, horrorizado por la explotación inhumana de los indios cayó en la trampa, de aceptar su reemplazo por aquellos seres considerados menos que animales por el color de su piel, que cazados y animalizados, fueron brutalmente desplazados a las tierras de América. Los “civilizados” (Ingleses, franceses, portugueses, holandeses etc.) los condenaron a un esfuerzo inhumano en las Plantaciones Americanas, para apropiarse de nuestras riquezas, lo que llamaron perversamente, comercio triangular. El racismo era la ideología necesaria para “justificar” la esclavitud y el exterminio. Un genocidio de siglos sufrió los pueblos originarios y los esclavos africanos. La aniquilación de los indios concluye con la campaña del desierto que propició el origen de la oligarquía terrateniente, aquella que se apropió de sus territorios. De ese modo, la propiedad, de la que ladrones y asesinos reivindican hasta hoy como un derecho, fue, como efectivamente decía Proudhon, “el robo” y en nuestro caso, el martirio y la sangre de sus víctimas. La nación nace con las manos ensangrentadas. La aniquilación de los negros, que Ingenieros sugiere como un “agotamiento” , como si fuera un fenómeno natural, fue la consecuencia, en el siglo XIX de la combinación de las guerras, de la independencia-fenómeno negado también por la historia oficial- y la infame guerra del Paraguaya, como carne de cañón. Finalmente sucumbieron desamparados a la fiebre amarilla en los barrios del sur de Buenos Aires, en 1871. En ese contexto de alta contaminación, los ricos escaparon al norte y los afros fueron cercados por el ejército, abandonados a su muerte en el sur. El presidente era Sarmiento, quien huyó para preservarse. Es pertinente evocarlo en esta historia al autor del “Facundo “, hoy, justamente que se conmemora un aniversario del asesinato del gran Facundo Quiroga. Ese libro fundacional de la política, la literatura y la ideología, demarca ya en el subtítulo una escisión que va a atravesar como un hilo trágico la historia argentina: “civilización y barbarie”. Inaugura ese territorio de la barbarie en el que sitúa la otredad del Poder, tanto los indios por los que sentía una “invencible repugnancia, esos indios piojosos…incapaces de progreso…a los que se debía exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado...”, los negros y los gauchos para quienes no había que” economizar su sangre, que era lo único de humanos que tenían”, tal como le escribió a Mitre. Y los caudillos como Facundo Quiroga que se oponían e impedían el “progreso y la civilización “blanca y europea, como destino de nuestra América. Al territorio de la barbarie fueron empujados después esos inmigrantes que venían a cuestionar el orden oligárquico, sus injusticias y desigualdades, anarquistas y socialistas, víctima de la seudociencia de Ramos Mejía, que veía en ellos una turba criminal, de Bunge y Ameguino, que utilizaron la “ciencia positiva” como argumento de la Xenofobia. Fueron lanzados al espacio de la barbarie por la literatura de Lugones y Cambaceres y, menos sutilmente, por la represión y las matanzas de la semana trágica y la Patagonia rebelde. En la mitad del siglo XX los “civilizados” ubicaron a los cabecitas negras, el aluvión zoológico que metía las patas en la fuente, en el lugar de la barbarie, con un odio desbocado que continua hasta nuestros días. Es significativo que los civilizados, grandes genocidas del Poder, racistas y asesinos, han destruido enormes grupos humanos, justificando en el progreso tan atroces y abominables conductas. En el presen te nuestra Patria no está exenta de racismo y xenofobia. Y lo sufren los pobres (a los que llaman “negros” como un eco del racismo oculto hacia los esclavos), los originarios (en el violento y estigmatizado ataque hacia los “Mapuches”, la diversidad de género y los pueblos hermanos de la Patria grande. Estos días han sido especialmente tristes con funcionarios que hablan de “turismo marrón” o plantan “palos borrachos” con pretensión de muros patéticos en Salta, o reivindican, como los Nazis, una atroz Dictadura que creo campos de concentración, como los nazis, como en la Exesma, en la que reprimen la cultura y el arte, la memoria y los jóvenes, bárbara, salvajemente. Pero lento como dice Mario Benedetti (en el poema “lento pero viene”), lo vemos, seguramente plenos de esperanza y deseo, vendrá una nueva etapa, una nueva civilización que se impondrá contra la muerte y el odio, vendrá más temprano que tarde, una civilización de la vida, una civilización del amor.
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