Shock y ajuste. O de cómo la colaboración se diferencia del pensamiento científico
La economía nacional sigue “viajando” (¿?) y confluye a la misma inflación que hace un año, pero con más desocupación, más pobreza, menos regulación de los formadores de precios y salarios a la baja.
Señalamos lo obvio: el patético simulacro de superávit fiscal se construyó con un insostenible congelamiento de las obras públicas y atraso de haberesprevisionales. De cara al mediano plazo, el gobierno nacional pretende sostener los modestos números verdes de la caja chica con la liquidación de las empresas públicas nacionales. Las joyas de la abuela, una vez más como en los noventas, tendrán que soportar el peso de la desregulación del mercado cambiario (“cepo”) y la sistemática fuga de capitales que supone el modelo de promoción a la inversión presente en los proyectos legislativos oficiales. En fin, una conducta financiera que recuerda a un deudor alimentario víctima de consumos problemáticos. Del debate parlamentario dependerá si la ecuación fiscal cierra, como pretende la biblia libertaria, con una fenomenal transferencia de las cargas impositivas desde los mayores ingresos (bienes personales a la baja) hacia los sectores medios (ganancias) y bajos (desregulación de precios).
Con el plan a medio aplicar, apoyándose en el colaboracionismo parlamentario y el silencio pusilánime (la nueva epidemia en las capitales provinciales), surge una pregunta retrospectiva ¿Este des-ajuste era necesario? ¿Existía una vía socialmente más justa?
En nuestro artículo de marzo sosteníamos que el ideal de una “reforma laboral progresista o expansiva” no es más que una contradicción práctica. Con la actual orientación de ideas preponderante entre los proyectos parlamentarios, dicho posicionamiento solo serviría para abrir una oportunidad más para la retracción de los derechos laborales y sociales. Toda esa afirmación es extrapolable a los planes de ajuste fiscal y reforma del Estado.
Nada nuevo bajo el sol. La trayectoria misma del actual plan económico inició con una (sobre) devaluación por encima de las expectativas de mercado y la aceleración del, ya problemático, ritmo inflacionario. El objetivo fue claro: escalar el shock social. La inseguridad social, económica y política de los últimos 8 meses fue el caldo de cultivo para que la sociedad argentina acepte algo que ya se probó y falló en sucesivos momentos históricos: el disciplinamiento social, laboral, fiscal, cultural y el incentivo a la concentración económica como prenda para el “derrame” de inversiones.
El último mes las inseguridades del modelo se hicieron evidentes. Las prepagas, sabiendo de la inviabilidad de la nueva situación, aprovecharon la “libertad de mercado” y aceleraron los aumentos. A tal punto fue así que el mismo Presidente tuvo que salir a poner frenos, por lo menos discursivos. Las idas y vueltas de las reformas laborales, vía decreto o ley, reordenan las normativas hacia una plena incertidumbre en los derechos indemnizatorios y hacia la inestabilidad de la contratación. Con la derogación de la ley de alquileres, vía decreto, los propietarios salieron corriendo a cerrar contratos con actualizaciones cada 6 meses, o incluso 3 en las grandes ciudades, antes que el inevitable retorno de la (re)regulación les alcance. Otro tanto cabe a las petroleras y distribuidoras de combustibles.
En esta nueva experiencia de ajuste, el que se vean las inseguridades del modelo parece fortalecerlo en vez de debilitarlo. ¿Cómo es esto posible? La novedad es que se ha confundido en un mismo ovillo las dos fases de este tipo de planes. Por un lado, el shock de incertezas, para que la sociedad acepte cualquier plan de estabilización, no se ubica solo en el momento inicial, sino que es permanente. Por otro, el plan de estabilización propiamente dicho, basado en la desregulación de los grandes jugadores, recupera un vetusto mantra: la teoría del derrame.
En medio de esta “estabilización de las incertezas”, el desfinanciamiento a las universidades y el sistema científico nacional es una buena síntesis del presente por tres razones. En primer lugar, la Universidad pública argentina es una de las pocas trincheras en que se resguarda una certeza del pasado: la esperanza de movilidad social ascendente. Quien suscribe encuentra en ello una explicación a la masividad de su defensa callejera el 23 de abril a la que acudí sorprendido con mi humilde librito (el “Artigas” de Jesualdo).
En segundo lugar, podemos señalar el compromiso/responsabilidad social de la academia que maduró y socializó el enfoque multidisciplinar que, por el espanto, ha amalgamado a todos los sectores que conforman al gobierno y su coalición parlamentaria: la perspectiva de género. Ello no es meramente, como sostienen las consultoras, antifeminismo. Durante el primer debate sobre la interrupción voluntaria del embarazo (2018) para amplios sectores conservadores de la sociedad argentina se desacoplaron dos términos de una visión civilizatoria: progreso y fundamentos científicos. Encontramos en ello la tercera razón para mirar con interés el desfinanciamiento universitario. Entendemos que este desacoplamiento se consolidó en la discursividad antivacunas durante la pandemia. Algo ya discutido en el mundo académico global (nociones de “posmodernidad”, crítica al “discurso científico”), es reapropiado por un sector de la dinámica sociopolítica. Nació así un “neoconservadurismo libertario antiacadémico” que en mucho explica la amalgama ideológica del oficialismo y su
animosidad con los templos del saber.
Toda esta rearticulación es revisable en el debate sobre el ajuste. El vínculo entre el ataque a la universidad y los fundamentos teóricos de la teoría del derrame es eminentemente político. Este último, como dogma oficial, choca frontalmente con dos de los factores principales de la construcción de un campo científico. Por un lado, la teoría del derrame es un enfoque ya probado en diversas latitudes sin resultados visibles, contraponiéndose así con el “carácter empírico” de la ciencia. Por otro lado, el dogma oficial señala todo contrapunto y disidencia como adoctrinamiento; de esta manera la teoría del derrame no entra en el debate abierto que supone el quehacer científico. Habiendo entendido a la reactualizada teoría del derrame como un discurso descarrilado de la revisión de pares académicos, nos damos cuenta que entrar en el debate sobre el ajuste, aquí y ahora, es una trampa argumentativa. El posicionamiento de un ajuste en un sentido progresista sufre coyunturalmente de una imposibilidad práctica histórica. Hay una ciencia que estudia los equilibrios históricos en las prácticas del poder, y se llama ciencia política. Una ciencia que estudia un antiguo oficio, en el que, como en todos los demás, se pondera positivamente a quienes saben esperar y dar los debates cuando es oportuno.
Habiendo visto este ciclo de shock y ajuste tantas veces en la historia nacional, uno tiende a pensar que restan solamente dos papeles para quienes insisten en asistir a un debate falseado: el disfraz de la colaboración o la desnudez en la traición.
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